El crecimiento acelerado a los niveles de urbanización, educación, información y uso de las tecnologías ocurrido en las últimas décadas en muy distintos campos del conocimiento ha intensificado en los países occidentales dos fenómenos.
Uno es la discusión acerca de la importancia que tienen las religiones, o mejor dicho, la práctica religiosa, en las comunidades humanas y en la formación del capital social, y el otro es el aumento de quienes optan por alguna de las variantes que van desde el ateísmo y la indiferencia, hasta los extremos del radicalismo religioso, como pasa en algunos sectores de países musulmanes.
Si bien es cierto que en esta parte del mundo occidental, los índices de escolarización están en ascenso, e igual pasa con la normalización del laicismo, también es verdad que quizá como nunca antes, millones de personas parecen estar mucho más urgidas de un tipo de explicación que las provea desde la perspectiva de la fe o de las creencias de un conjunto de respuestas para aquellas cuestiones en las que a su juicio, la razón o la ciencia, son insuficientes.
Es muy probable que este fenómeno haya incentivado la proliferación de creencias extravagantes o excéntricas que pretenden cubrir una mayor demanda de la gente que simple y sencillamente no encuentra una salida más o menos clara a las confusiones e incertidumbres propias de la compleja existencia humana.
Lo paradójico de una situación así, es que mientras mayores la legítima necesidad de creer en algo o en alguien, menos eficaz parece la forma en que las grandes religiones históricas llenan ese vacío, y por lo tanto, la interrogante fundamental es cómo dotar de sentido al credo y a la práctica religiosa y hacerlo saludables para la vida cotidiana.
La explicación sin duda es compleja. La primera observación es que con independencia de la forma individual de ejercerla, la religión importa. La mayoría de los estudios reconocen que como hecho cultural, el sentido de congregación que se presenta en la práctica religiosa, es parte importante del capital social de los países y que puede tener en general funciones saludables en el comportamiento colectivo.
Por esta razón es cada vez más frecuente que los tratamientos hospitalarios se apoyan eventualmente en la posible relación entre la fe y la enfermedad. De acuerdo con algunas encuestas en los Estados Unidos, el 72% de los americanos dice que agradecería una conversación acerca de la fe con sus médicos, el problema surge cuando numerosos creyentes distorsionan la concepción profunda de la práctica religiosa y pervierte en su relevancia social, para mucha gente las religión es un elemento esencial de vida interior, es un acompañamiento espiritual que tiene su función y su lugar, y está bien que así sea, pero el otro gran problema de las iglesias y de las religiones tradicionales es su falta de conexión con los problemas y angustias del mundo contemporáneo.
Las cifras son elocuentes en el caso del catolicismo, por ejemplo, hay en el mundo unos 8 mil millones de habitantes de los cuales cerca del 17% son católicos, un porcentaje que ha permanecido más o menos estable en la última década, los matrimonios religiosos disminuyen 20%, la asistencia a las iglesias también, mientras aumentan otras prácticas alternativas conforme a la libertad de cada quien.
La magnitud de estos datos, en todo caso es una llamada de atención, pero también una oportunidad valiosa para los grandes iglesias y religiones, de otra suerte se irá perdiéndose la importancia real de estas grandes religiones, y creciendo los radicalismos de distinto signo con los consecuentes efectos sobre la salud de las sociedades y la coherencia deseable en las formas de vida de cada quien.