Por lo menos desde principios de los años ochenta, todos los gobiernos sin excepción han enarbolado la bandera del combate a la corrupción. En los hechos, sin embargo, no solo es poco lo que se ha logrado para evitar el fenómeno sino que parece haber empeorado en el sexenio que concluye en unas cuantas semana.
Es vergonzoso decirlo pero hoy, en México, la corrupción es crónica, sistémica, sistemática y extendida en los tres niveles de gobierno.
La hipótesis más trabajada sugiere que la fuente más corrosiva de la ilegalidad, en su vertiente económica, es decir, en la distracción de recursos públicos, la asignación ilegal de contratos de obra, el otorgamiento de concesiones o de asociaciones público privadas para operación de servicios públicos o las compras gubernamentales, radica principalmente en la arquitectura regulatoria, legal, administrativa e institucional del sector público que crea fuertes incentivos para saltarse la ley.
Por lo tanto, enfocar el combate a la corrupción exclusivamente por el lado punitivo es insuficiente, resulta estéril e introduce, de paso, grados muy relevantes de parálisis en el funcionamiento de la administración. Es muy probable que eso sea lo que ha pasado en México. Veamos.
La corrupción vinculada al sector público o a industrias fuertemente reguladas por el gobierno, en especial en las áreas de adquisiciones, licitaciones, permisos y licencias ha crecido, y se ha vuelto endémica. Una estudio de hace pocos años identificó 200 millones de actos de corrupción en el uso de servicios públicos federales, estatales, municipales, así como en concesiones y servicios administrados por particulares.
Como es obvio, lo que tenemos en México es una estructura normativa y administrativa que invita a la ilegalidad para poder funcionar como ciudadano o como empresa y eso no se corrige con una estrategia punitiva sino con otra de transformación integral de las reglas, procesos y sistemas con que hoy autoridades y ciudadanos, deliberadamente o no, ingresan a la cadena de la corrupción.
Como lo muestran algunos casos exitosos en el mundo, combatir la corrupción requiere una combinación de estrategias preventivas que modifiquen la arquitectura sobre la que se monta la cadena de la ilegalidad y no que se concentren en acciones políticas para la galería.
Hay zonas de mejora claramente visibles. Una tiene que ver con establecer políticas públicas correctivas mediante, por ejemplo, un potente proceso de desregulación, la promulgación de códigos tipo, sobre todo a nivel municipal, para el otorgamiento de permisos y licencias, la modernización y homologación de todos los sistemas de compras públicas y la adopción de innovaciones como el gobierno digital para todo el proceso de solicitudes de los particulares, que reste poder a la burocracia en la asignación de los recursos y le facilite la vida al ciudadano. Hoy, para pagar una licencia de conducir en Aguascalientes hay que hacer colas de hasta hora y media en lugar de hacerlo vía digital. Y como este ejemplo hay varios.
Debemos ser realistas: los datos disponibles y la evidencia nos muestran que combatir las tendencias corruptas, o, al menos, neutralizarlas en un horizonte de mediano plazo, es esencial para el crecimiento, para que funcione la economía y para tener mejores ciudades y estados. Y esta es una grave asignatura pendiente.
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