Opinión

El precio de ser rebelde

Por Juan José Rodríguez Prats

Sin política se pueden hacer muchas cosas, pero gobernar en el poder o en la oposición es imposible.


No es nuevo ni solamente mexicano. Es algo que, por desgracia, ha deteriorado la política, específicamente a la institución más vilipendiada en la complicada e intermitente historia de la democracia: los partidos. Me refiero al mediocre y mezquino afán de apagar a la gente que brilla y tiene luz propia, y que, además, se distingue por su reiterada actitud insumisa, por externar sus puntos de vista con el riesgo de no coincidir con lo que sostienen los dirigentes.

Hoy me quiero referir a tres grandes personajes a los que he tratado. Actores de la vida pública que, a mi juicio, tuvieron varias características en común: Carlos A. Madrazo, Jesús Reyes Heroles y Porfirio Muñoz Ledo. Clásicos rebeldes, voraces lectores, hombres de pensamiento y acción. Los tres fueron presidentes del PRI y se enfrentaron al Ejecutivo federal, jefe de esa institución híbrida que tanta lata dio a los pensadores para entenderla y que en su tiempo constituyó una forma estable de transmitir el poder, lo cual, por cierto, no es cosa menor.

Madrazo era un tanto torbellino. Ya he relatado en este espacio el único contacto que tuve con él en Xalapa, Ver., en junio de 1968. Dando vueltas en el parque Juárez, me dijo: “Luis Echeverría lo único que sabe hacer es decir ‘Sí, señor presidente’. ¡Salvado México! —ironizó— si ése es el próximo mandatario”. Se sabe que, al final, el tabasqueño optó por apoyar a Antonio Ortiz Mena y se dice que fue uno de los motivos para viajar a Monterrey que culminó con el percance donde perdió la vida. Cabe anotar que Ortiz Mena fue el único miembro del gabinete que asistió al funeral de mi paisano.

Tuve la grata coincidencia de ser presidente del PRI en Tabasco cuando Reyes Heroles lo fue a nivel nacional. De su prolija obra, me atrajo particularmente su introducción al voluminoso ensayo sobre el gran parlamentario mexicano Mariano Otero. Una reflexión suya me fascina: “Y así como en los umbrales de la muerte, quien ha vivido plenamente, balanceando goces y sacrificios, triunfos y amarguras, se vuelve hacia atrás y dice: ‘¡Si ésta es la vida, que venga otra vez!’; así, viviendo plenamente la política, cuando ella nos retire, si hemos sido auténticos en su ejercicio, volvemos hacia atrás y podemos decir: si ésta es la política, que venga otra vez”.

A Porfirio Muñoz Ledo lo traté largamente. Refiero un diálogo inolvidable cuando veníamos en el mismo avión y tuvimos la oportunidad de sostener una larga plática. Debe haber sido en 2005 o 2006 y ya se decantaban los candidatos a la Presidencia de la República. Él defendía a Andrés Manuel López Obrador, mientras yo hacía lo mismo con Felipe Calderón. Los dos nos equivocamos.

La segunda parte de nuestra conversación fue sobre el “derecho aspiracional”. Yo sostenía que ese tipo de normas no deben formar parte de nuestra legislación, plagada de proclamas y buenas intenciones, pero alejada de la realidad. Él —más político que jurista— las justificaba. Cuando se hizo la Constitución de la Ciudad de México prevalecieron sus propuestas. Hoy, ese texto ha demostrado su total inoperancia.

Al final de su vida fue víctima de grandes infamias, consecuencia de la mezquindad y mediocridad que nos agobia al negársele la posibilidad de ser reelecto diputado y de dirigir ese dizque partido denominado Morena. Evidentemente, no se buscaba alguien que le diera sustento ideológico y manifestara criterio propio, sino un simple maestro de ceremonias. En su entrevista final con Adela Micha, externó: “No me atormenta el final, sino la noción de lo ineluctable”. Efectivamente, no podemos resignarnos a que lo que viene es inevitable.

Los tres personajes vinculaban política y cultura. Estudiaban con rigor la historia. La vida me da otro obsequio, siguiendo esta misma línea: un lujo estar al lado de Xóchitl Gálvez, toda una rebelde. Ella puede devolverle al quehacer público credibilidad y confianza. Nada fácil.