Opinión

El desastre y la esperanza

Por Juan José Rodríguez Prats

Son muchas las tareas pendientes para superar la primitiva lucha política en la que estamos inmersos.


Todo buen gobernante percibe a cabalidad los retos de su tiempo; esto es, analiza con objetividad la realidad que cotidianamente enfrenta. Hasta donde mis entendederas alcanzan, en lo global y en lo local, la situación nos es tremendamente dañina y los peligros son inminentes. Acudo a dos destacados intelectuales que lo relatan de manera contundente. 

Denise Dresser señala que: Claudia Sheinbaum “ganó” el debate, pero por los peores motivos. Mintió, evadió, esquivó, mimetizó tanto la estrategia, como la narrativa deshonesta de un Presidente que lleva todo el sexenio gobernando así. Llegó preparada para alabarse a sí misma, usar datos falsos y desviar la atención de los saldos negativos de una “transformación” destructiva y antidemocrática. Triste forma de ganar.

¿Una candidata con esas armas puede convencer a la ciudadanía para obtener el voto? Si así sucede y gana se hará evidente la degradación de la política y la decadencia moral de un pueblo atrapado por el engaño y la necesidad.

José Woldenberg nos advierte sobre el atropello a las instituciones: Hemos amanecido con la pretensión presidencial de borrar del mapa mucho de lo construido, no para reforzar nuestra vida democrática, sino para revertirla modificando las fórmulas de integración de las Cámaras del Congreso para sobre representar a las mayorías; suprimiendo a los institutos y tribunales locales como si no fuéramos una República federal; proponiendo elegir a consejeros y magistrados para alinearlos a las fuerzas mayoritarias; cercenando el financiamiento público a los partidos para debilitarlos. Propuestas que no sólo no valoran lo edificado en el terreno electoral, sino que también parecen querer volver al México de los 60 del siglo XX. 

La realidad se pinta sola. Muchos analistas coinciden en que atravesamos una grave crisis. No creo necesario seguir insistiendo en lo que es a todas luces un hecho.

Aboquémonos a sugerir soluciones. Lo primero es restablecer la posibilidad de entendernos. La comunicación está rota. En una de las últimas mañaneras una periodista profesional afirmaba que en Chiapas tres de cada diez casas carecen de agua potable. El Presidente respondió que ese estado es el que más agua tiene. Cuando su interlocutora le señaló que esa agua no llega a los hogares, López Obrador le refutó que sí había ese servicio. Seguramente se refería a que cualquier chiapaneco puede ir con una cubeta al río y obtener el vital líquido. Intentar un diálogo fructífero con esos modos resulta simplemente un ejercicio estéril.

Es la hora de la dignidad, es hora de asumir obligaciones. Por ejemplo, cuidar el nombre (que así denominaban nuestros ancestros la autoestima), cumplir la palabra (la congruencia es la virtud política por antonomasia), repudiar la sumisión, ser tolerante, no caer en la adulación, ejercer plenamente la autocrítica, salir en su defensa, tanto en lo personal, como cuando se agrede a un prójimo y un largo etcétera. La dignidad, la idea más fecunda en la historia en el constante mejoramiento de la persona.

Debemos evitar lo que Felipe González denomina la “excesiva acumulación de la ideología”. Si seguimos enjaulados por nuestras creencias, jamás podremos alcanzar acuerdos. Recuperemos la fuerza del ideal, el ánimo de la utopía, nuestro compromiso con las generaciones del mañana. Reaccionemos con coraje cuando alguien diga con actitud conformista “No pasa nada”. ¡Claro que algo pasa! Y nuestro deber es estar alerta. Reaccionemos también cuando alguien diga “Todos lo hacen”, implicando que hemos perdido el libre albedrío y nos arrastra la inercia.

Son muchas las tareas pendientes para superar la primitiva lucha política en la que estamos inmersos. Una reflexión final: el desastre actual no debe hacernos perder la esperanza. Cultivemos la esperanza pues sin ella simplemente no hay política.

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