Opinión

La revolución de Ayutla

Por Juan José Rodríguez Prats

Son tan raras las anomalías que presenta la historia (…) unas veces haciendo grandes y gloriosos esfuerzos para conquistar sus libertades (…) otras cayendo en un letargo mortal.


Hay distintas versiones de El Grito de Independencia que dio Miguel Hidalgo. Sin embargo, hay tres proclamas en las que coinciden los historiadores: una fervorosa manifestación de fe católica, la defensa del rey Fernando VII depuesto por el ejército napoleónico en España y la condena al mal gobierno de la Nueva España. Podemos concluir que fue ambivalente y confuso en sus propósitos.

Francisco I. Madero llamó a la revolución contra Porfirio Díaz, sosteniendo la no reelección y el acotamiento de la figura presidencial. Sin embargo, la Constitución de 1917 fortaleció el Poder Ejecutivo al grado de que uno de los constituyentes, el jurista guerrerense Andrés Pastrana Jaime, expresó que tenía más poder que el rey de España.

La Revolución de Ayutla, por el contrario, siempre tuvo claras sus propuestas y sus ideales. En 1853, Antonio López de Santa Anna, al asumir por última vez la Presidencia, tuvo una ocurrencia digna de mencionarse: consultar cómo debería gobernar a dos destacados mexicanos, conspicuos pensadores de las dos corrientes ideológicas preeminentes, conservadores y liberales. Lucas Alamán recomendaba concentrar poder y hacer a un lado las influencias extranjeras. En contraste, Miguel Lerdo de Tejada insistía en las tesis liberales.

El 27 de febrero de 1854, Juan Álvarez e Ignacio Comonfort hicieron un llamado a la rebelión:

¡Valientes compatriotas! Antonio López de Santa Anna, que a su arbitrio dispone de los destinos de nuestra patria, sirve de ciego instrumento a un partido detestable que no contento con nuestra independencia, y enemigo jurado de la libertad, trabaja sin descanso por arrebatarnos esos preciosos bienes cuya conquista nos costara cruentos sacrificios.

Según algunos historiadores en abril de ese mismo año, Comonfort (quien rechazó los 100 mil pesos que le ofrecía el dictador para traicionar el movimiento) resistió el ataque en el fuerte de San Diego. Ahí comenzó el derrumbe del gobierno. El triunfo propició el Constituyente de 1856-57, que elaboró el mejor texto de nuestra ley fundamental, el mejor destello de nuestras deliberaciones parlamentarias.

Después de la “Guerra de los tres años” y la defensa de nuestra segunda independencia, México vivió el periodo de la República restaurada (1867-1876). Se considera que fue entonces cuando nuestras leyes tuvieron la mayor observancia y respetabilidad, exceptuando la elección presidencial de 1871, señalada, con sustento, de fraudulenta.

El manifiesto redactado por Benito Juárez y dado a conocer en julio de 1867, es la más compacta definición de una república y un Estado de derecho. Su actualidad es elocuente.

¿A qué viene lo anterior? Toda proporción guardada y sin que se pretendan aplicar los mismos remedios, de los grandes movimientos de nuestra historia, el descrito a grandes rasgos es el que más se asemeja a los tiempos actuales.

Los hombres que participaron en esa gesta y su legado son, a mi juicio, los mejores asideros doctrinarios para el rediseño del Estado mexicano. Ahí están las mayores aportaciones en la defensa de los derechos humanos, la división de Poderes, los principios democráticos. Imposible no mencionar la apasionada defensa de la libertad de expresión emprendida por Francisco Zarco.

Hay en la política actual una cierta anestesia de nuestra memoria. Tal parece que, con las nuevas tecnologías y las falacias del populismo, todo lo vivido como nación se torna irrelevante. Hay muy bellas lecciones en nuestros más de 200 años de vida independiente. No es un ejercicio nostálgico, es un balance con beneficios de inventario, como lo denominan los abogados, que debemos hacer cotidianamente.

La pobreza de nuestra vida pública es lúgubre. Imprimirle un poco de cultura no nos vendría mal.