Opinión

La sencillez del derecho

Por Juan José Rodríguez Prats

Hay que desconfiar de quienes, al tomar posesión de un cargo, sea en el sector público o en el privado


Hay que desconfiar de quienes, al tomar posesión de un cargo, sea en el sector público o en el privado, declaran la tarea inmensa a realizar, pues todo está mal y tiene que ser desechado. Ni siquiera hacen un balance objetivo de activos y pasivos. Son incongruentes, pues si arribaron al puesto es porque algo se hizo correctamente, respetando los procesos de renovación. En otras palabras, ellos son producto de lo que califican como un legado perjudicial. El primer deber de quienes presiden instituciones es conservarlas. No se trata de dar continuidad a las que se ha probado que no sirven, pero tampoco de anularlas sin razón de peso.

Uno de los instrumentos más importantes para proteger lo valioso es el derecho. Incluso en su propia normatividad señala los mecanismos a observarse para su reforma. Dicho de otro modo, hay un cuidado responsable para que sus fines, la seguridad y la justicia, no queden a la deriva con el cambio.

Muchos juristas hablan de la indecibilidad o esencia del andamiaje legal que no puede ser alterado, pues perdería su caracterización general. En otros tiempos se hablaba de principios pétreos.

En mis estudios de Derecho me atrajeron las materias que permiten escudriñar las leyes; es decir, analizar sus entrañas y cotejarlas con sus efectos en la realidad. En un principio creí que estaba claro que los ordenamientos son sentido común, de fácil elaboración. A medida que profundicé en mis estudios, percibí la complejidad del asunto. Me fascinó el Derecho Romano que continúa siendo de una sabiduría incontestable. El derecho consuetudinario anglosajón por su pragmatismo. Tres juristas alemanes, Savigny, Ihering y Jellinek, me nutrieron de criterio jurídico. El sistema jurídico estadunidense (hoy en crisis) con su elemental enunciado de que hay “verdades evidentes por sí mismas”, y el conjunto de casos relevantes que orientan sus decisiones, ampliaron mis horizontes. Admiré el empeño infructuoso de Kelsen de purificar una teoría que diera solidez al sistema legal, para reconocer, en su trayectoria final, la fuerte influencia de la ética. Repasé también a los grandes juristas mexicanos, Emilio Rabasa Estebanell y Eduardo García Máynez fueron mis predilectos.

Después de este largo recorrido, he regresado a los inicios: la sencillez del derecho. Hemos especulado mucho y hemos enredado lo que es claro y diáfano. He llegado a la conclusión, con el auxilio de expertos en la materia, de que, en todas las naciones, la ley está en crisis.

El populismo es ilegal. Está imposibilitado a someterse a las restricciones al ejercicio del poder. Su protagonismo lo constriñe a la espectacularidad, a la estridencia. Para los populistas no tiene caso ofrecer el acatamiento del orden legal, eso es aburrido. Carece, según ellos, de mérito alguno. Hay que sacudir fuertemente a los ciudadanos todos los días. Que todo gire en torno al caudillo mesiánico. Todos los medios deben darle prioridad a sus declaraciones, aunque cada día sean más vacías.

Había un Estado de derecho mexicano. Endeble, ineficiente, intermitente.  La 4T lo ha demolido y continúa en el empeño. El derecho en México está torcido desde la forma en que se enseña. Sustentar una cultura de la legalidad es la obligación primigenia de una restauración de las instituciones. Hay que arraigar la convicción de que cumplir la norma es indispensable para la convivencia armónica. Hay que superar la demonización y su contrapeso, la sacralización, de la política mexicana. No hay ni demonios ni santos, somos seres humanos.

Al elaborar las leyes hay que entender sus limitados alcances. El legislador tiene que hacer un ejercicio de humildad que le permita conocer la realidad, diagnosticarla y evitar su degradación. Soy optimista. La 4T no trascenderá este sexenio, pero eso sólo es el inicio de una monumental hazaña.