Opinión

¿Transición o decadencia?

Por Juan José Rodríguez Prats

Decadencia es un diagnóstico parcial, cuando no es un insulto que dedicamos a una edad


José Ortega y Gasset tuvo la “cortesía” de hacer accesibles temas complejos. Aborda con sencillez y claridad conceptos que nos permiten entender la vida y sus implicaciones. En un texto escrito en 1942 expresa:

Transición es todo en la historia hasta el punto de que puede definirse la historia como la ciencia de la transición. Decadencia es un diagnóstico parcial, cuando no es un insulto que dedicamos a una edad. En las épocas llamadas de decadencia, algo decae, pero otras cosas germinan.

Nuestro primer congreso, convocado por José María Morelos y Pavón en 1813, para declarar la independencia de la América Septentrional del trono español, produjo dos documentos fundacionales: la Constitución de Apatzingán y los Sentimientos de la Nación. El punto 12 de este último dice:

Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.

Por su parte, esa Carta Magna expresa en su artículo 12: “Estos tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial, no deben ejercerse ni por una sola persona ni por una sola corporación”. Y el 24 señala: “La felicidad del pueblo y de cada uno de los ciudadanos consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y libertad”. La Constitución de 1824 nos definió como una “República representativa popular”.

De estos textos podemos inferir que, como Estado mexicano, optamos por un derecho aspiracional; es decir, una constitución que, más allá de contener normas claras para ser aplicadas y, por tanto, su cumplimiento mensurable contiene las llamadas cláusulas programáticas (o también denominadas proclamas) que señalan fines para alcanzar en el futuro y que siempre debemos perseguir. Por lo tanto, somos un pueblo con un texto al que algún día habremos de arribar. Estamos en una permanente transición que cierre por fin la brecha del México legal y el México real. En nuestra historia, esa brecha ha sido elástica, a veces se angosta y, para nuestra tragedia, se amplía con más frecuencia hasta alcanzar dimensiones abismales.

Por lo tanto, siguiendo a Ortega y Gasset, nuestra historia ha sido de transiciones y decadencias.

¿Dónde estamos hoy? Partamos de un hecho: sí iniciamos un intento más en las últimas décadas, para ser una república representativa, democrática, federal y laica. La Revolución Mexicana engendró un sistema político transitorio, como lo reconocieron sus artífices, que adolecía de legitimidad y que tenía la tarea de autocorregirse, irse reformando sin perder estabilidad y arribar, por fin, al grupo de naciones con auténtico Estado de derecho.

Se desmanteló el presidencialismo exacerbado y se pusieron las bases para competencias electorales equitativas. Descuidamos la cultura cívica. Con ingenuidad, creímos que con el cambio de leyes se vencían arraigadas prácticas en la participación social.

Se soltaron las ataduras, se distribuyó el poder y la clase política no asumió sus compromisos. Todos fuimos responsables, no hubo convicción democrática ni, mucho menos, búsqueda del bien común. Aquello fue un festín en el que afloró y abundó la mezquindad, la mediocridad y la ambición. Ganaron los más atrevidos y audaces para competir, sin escrúpulos y con complicidades de toda índole para agandallarse el poder y amasar fortunas. Los que tenían algo que perder actuaron como siempre, dándole prioridad al cuidado de lo suyo.

Nadie en su sano juicio puede afirmar que la continuidad de los buenos propósitos es real. La decadencia es un hecho. ¿Será cierto lo que dijo el filósofo español y en esa circunstancia también algo germina? Sólo el tiempo lo dirá.