Hasta donde mis pesquisas alcanzan, Porfirio Díaz fue el primer presidente en designar a un candidato a un cargo de elección popular. Instrumentando una votación amañada con apariencia de legitimidad, ungió a Manuel González como su sucesor para posteriormente retomar el poder. Logró, gracias a su conocimiento de la condición humana y habilidad para consolidar relaciones personales, crear una red de hombres fuertes en todo el país para darle estabilidad y gobernabilidad. Fue congruente con el principio que orientó su gobierno: orden y progreso. Incluso, hubo un breve periodo en que México registró un PIB superior al de Estados Unidos.
Venustiano Carranza intentó emularlo designando a Ignacio Bonillas, ensayo que le costó la vida. Álvaro Obregón, no sin sangre, logró imponer a Plutarco Elías Calles y éste, creando un aparente partido político, ungió, literalmente, al primer tapado: Pascual Ortiz Rubio.
Lázaro Cárdenas creó el Partido de la Revolución Mexicana y los sectores a través de los cuales se transmitía la consigna. En el periodo de Adolfo Ruiz Cortines se habló del sobre lacrado; es decir, un mensaje confidencial remitido con sigilo y secrecía a los órganos colegiados para revestir la decisión del ritual correspondiente. Habrá que agregar que el método ponderaba el escalafón, los méritos y la aproximación al perfil que cada cargo requería. En la denominada Cuarta Transformación, sin recato, se ha instrumentado el mecanismo del ignominioso acordeón. Ya no hay ningún formato de lo legal. Directamente se somete al elector.
De todo lo dicho, podemos desprender un dato muy deshonroso: el voto libre y secreto en nuestra historia ha sido excepcional y escaso.
Lo hemos dicho en este espacio, con sus recientes decisiones se ha definido el actual gobierno. Desempeñará el papel de apagafuegos con bomberos improvisados y torpes. Podremos celebrar como un logro monumental si las distintas áreas de la administración pública logran detener la autodegradación en el otorgamiento de los servicios públicos.
En la impartición de justicia, deber esencial del Estado, el fracaso está cantado. Quien habrá de presidir el Poder Judicial declara que no usará toga, siguiendo la demagogia del desacato: suspender la construcción del nuevo aeropuerto, no usar el domicilio presidencial de Los Pinos, suprimir (al menos en apariencia) el Estado Mayor Presidencial y un largo etcétera. Los costos son lo de menos. Lo importante es disfrazar el cambio y que siga el espectáculo.
Ante esta realidad, totalmente distinta a la de no hace mucho tiempo, se impone la necesidad para la ciudadanía de una reflexión sobre deslindar la prioridad de los deberes.
Muchos no concebíamos la posibilidad de una venezolización, cuando algunos así lo afirmaban. Hoy creo que la amenaza es real. El peor error de la clase política de ese país ha sido su división interna por un desdén a la preeminencia del interés nacional. Veámonos en ese espejo.
No tiene caso crear partidos y continuar con los esfuerzos aislados de los ya registrados y que reiteradamente reciben el rechazo de los electores. Ir divididos a las próximas elecciones con órganos probadamente parciales es entregar el destino de México a personajes soberbios e irresponsables. Urge crear un órgano nacional con la más amplia representación para diseñar una respuesta viable.
Nunca he pensado que gobernar sea fácil. Sin embargo, la vida me ha enseñado que la historia ha venido decantando las tareas a emprender. Cada vez es más evidente que la falla está en la voluntad para asumirlas.
Me pusieron la carne de gallina las palabras de quien infortunadamente será presidente de nuestro máximo órgano jurisdiccional: “La justicia no se basa en la simple aplicación de la ley, sino en una resolución enfocada en el hecho de que nadie posee la verdad absoluta”. Un relativista consumado.