Traíamos un pasado tremendamente bochornoso en eso de hacer normas jurídicas, pero lo que hoy estamos viendo es la más mugrosa operación legislativa de la que se tenga registro. La irresponsabilidad y abyectas prácticas utilizadas en los tiempos recientes, en la que debería ser la más delicada y pulcra función del Estado, atropella, por su frivolidad e ineptitud, los principios elementales acuñados a lo largo del tiempo.
El derecho define a los pueblos. Para conocerlos, la primera tarea es leer sus ordenamientos jurídicos y después cotejarlos con lo que en la realidad acontece. Si existe una distancia entre lo prescrito y lo que finalmente resulta, se trata de una nación subdesarrollada con un Estado autoritario e injusto.
Un poco de historia. Ha habido un ya añejo debate de quién era el mejor Manuel Gómez Morin, dadas las muchas aportaciones en su fructífera existencia. Carlos Castillo Peraza sostenía que fue el legislador por las muchas iniciativas de su autoría que hoy son derecho vigente. Rescato de su prolijo acervo un párrafo que no tiene desperdicio:
“Justamente cuando se hace depender la solución de los más graves problemas jurídicos de los métodos técnicos en la legislación, de la exactitud gramatical e ideológica del texto, de la claridad absoluta del mandato, nosotros hacemos leyes ambiguas, plagadas de errores gramaticales, propicias a todas las interpretaciones, confusas en su ideología, faltas de un plan, de una idea central, que armonice con el conjunto, que le dé fuerza y que permita una interpretación correcta en los innumerables casos en que la duda y la laguna de la ley no pueden evitarse”.
Se dice que don Manuel se entusiasmaba hablando de “la dignidad del derecho, de la imponente majestad del derecho auténtico, del derecho justo”. Por eso se regodeaba citando el ritual sagrado que representa todo proceso legislativo.
Los mejores sistemas jurídicos son los que se han acreditado en su observancia por largos periodos, no los que son constantemente reformados como es nuestro caso. Hemos sobreestimado de tal manera sus posibles alcances, que hasta la inflación queremos regular, lo cual no corresponde al ámbito legal.
La reforma al Poder Judicial tiene la mayor perversidad en sus fines, la de tener dedicatoria para castigar a “jueces desobedientes” que osaron darle prioridad a lo que consideran su deber: cuidar el Estado de derecho.
Pretender corregir con leyes secundarias lo que ya está en nuestra Carta Magna es invertir la jerarquía como principio elemental de la ciencia del derecho.
Efectivamente, todos podemos cometer errores, pero perseverar en no corregirlos o no hacer un esfuerzo por evitarlos en el futuro, ya corresponde a la mala fe y a una motivación explícita de querer dañar a los gobernados.
Insisto. Estamos en los peores momentos para librar confrontaciones sumamente perjudiciales. En medio de la inseguridad y la violencia, sin un Poder Judicial sólido, cuestionado y confrontado con los otros Poderes, es simplemente suicida.
Hace ya muchas décadas, siendo yo estudiante de Derecho, discutíamos sobre el golpe de Estado de Victoriano Huerta. Se cubrieron las formas con las renuncias de Madero y Pino Suárez, se obtuvo la aprobación del Congreso, se cuidó el paso de Pedro Lascuráin como titular del Ejecutivo por 45 minutos para dar paso al “Chacal”. Voces serviles sostuvieron que los hechos estaban consumados y que lo conveniente era resignarse. Un Congreso, el de Coahuila, y su gobernador, se rebelaron y así se engendró un nuevo sistema político.
Ya no aludo a argumentos, sino a la conciencia de personas inteligentes y honestas. Toda proporción guardada, la situación es similar, el desafío es el mismo. Está claro, se trata de evitar el más degradante espectáculo de desprecio a la ley. Si este monumental adefesio no lo frena la Suprema Corte, se estaría negando su ineludible función ética y jurídica.