Muchos piensan que a la actual generación de niños y de jóvenes se la estamos poniendo muy fácil, que les estamos dando todo sin pedirles nada a cambio, y hacemos una gran generalización. La realidad al menos en México es que la violencia hacia los menores va en aumento, tanto la que ocurre dentro del hogar como la que sucede en la vía pública o en las escuelas.
Hemos normalizado la violencia hacia los menores, justificamos que hasta en muchos casos es necesario darles sus buenos chanclazos, cinturonazos, jalones de orejas o castigos ejemplares. Pero la realidad es otra, que no hay motivo para pegarles si desde pequeños los vamos orientando adecuadamente.
Cada día llegan a los hospitales niños y niñas con daño físico, la estadística de 2020, señala que 27,256 menores fueron atendidos en hospitales víctimas de violencia familiar o no familiar, (Secretaría de Salud. Registro de Lesiones 2019-2020.) Y desde luego varios terminaron en el fallecimiento.
De acuerdo al Fondo de las Naciones Unidas para la Atención de la Infancia (Unicef), México es el segundo país donde se comete el mayor número de agravios en contra de los niños, y el Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes señala que del 2012 al 2017 fueron asesinados casi 2 mil 600 menores de 15 años o menos, y lo más triste es que un 42% el responsable de su muerte fue algún familiar o persona que vive dentro del mismo hogar, pudiendo ser inclusive su madre, padre, padrastro o hermano. Lo peor es que la violencia física que se ejerce hacia los menores dentro del familia va en aumento, particularmente durante y después de la pandemia.
Hoy en día hablamos de padres y madres de familia que se han vuelto tolerantes y demasiado permisivos con los hijos, que los dejan hacer lo que quieran. Pero ¿qué sucede? que después no saben cómo ponerles un límite, cómo hacer para que respeten las normas, y hablo de cosas tan simples cómo irse a dormir a sus horas, levantarse temprano para ir a la escuela, o bien hacer sus tareas, esos papás que durante años dejaron que hicieran lo que quisieran sus vástagos, posteriormente no saben qué hacer con ellos para que respeten las normas del hogar y fuera del mismo. En el mejor de los casos, los progenitores van en busca de ayuda, de la psicóloga de la escuela, de la maestra, de la abuela, pero en otros casos no es así, recurren a la violencia física o psicológica, pensando que de esa forma modificará su conducta.
El problema de recurrir a la fuerza física para cambiar conductas es que, además de los daños emocionales y psicológicos que se provocan, hay otro factor que no se puede controlar al momento de cometer la agresión: saber detenerse. La psicología del ser humano es compleja; una vez que inicia la violencia, no le es fácil parar al padre o madre de familia, ni siquiera, aunque haya otra persona que lo pida. Inclusive si se lo solicita un externo, se molesta más. Puede que después se arrepienta o se justifique diciendo que ya lo tenía harto su hijo, pero eso no quita todo el daño provocado.
La realidad es que el niño no cambiará su actitud ni con una, ni dos, ni tres buenas tundas. No es así como realmente se modifica la mente de los niños. Si no sabemos el fondo del por qué no actúa como nosotros queremos, no podremos realmente corregir su forma de ser.
Veamos: un niño le pega a su hermano pequeño, nos da coraje, le pegamos “para que sienta lo mismo”. Lo más seguro es que lo vuelva a hacer y ahora le pegamos más, para que entienda. Puede ser que a la tercera el niño deje de pegarle a nuestro otro hijo, pero buscará otra manera de lastimar. Tal vez está actuando de esa manera porque se siente desplazado, considera que ya no será querido. Si detectamos el problema a tiempo y hablamos con él, explicando que también lo amamos como al recién nacido, pero que por ser pequeño demanda más atención, posiblemente solucionemos la situación.
La violencia física puede llegar a producir algunos de estos efectos en el niño: baja autoestima y ansiedad; problemas de conducta; dificultad para relacionarse con otros adultos e inclusive con los de su misma edad (considera que los vínculos son de dominación, control y obediencia); sentimientos de aislamiento; dificultad para concentrarse; problemas de aprendizaje; trastornos del sueño; pesadillas; y comportamientos agresivos o retraídos.
Otro de los efectos de la violencia física en el niño puede ser: trastornos de la personalidad; dificultades para regular las emociones; problemas de comportamiento; y un mayor riesgo de desarrollar adicciones, entre muchos más efectos. Inclusive recientemente se ha demostrado que el niño golpeado tiene una estructura cerebral más limitada, todo lo anterior de acuerdo con autores como Bruce Perry y Jay Belsky, quienes han hecho diversas investigaciones para diseñar programas de prevención y tratamiento del maltrato infantil.
Entonces, ese padre permisivo que deja que su hijo haga lo que quiera, de repente un día no sabe qué hacer, cómo corregir, y se pone violento. Pero esto no resuelve la problemática. Los menores no cambian ni se pueden educar a punta de golpes ni de jalones de orejas. Ellos necesitan una guía, una orientación, un modelo de vida, alguien que los vaya acompañando.
Si desde pequeño lo educamos correctamente, no será necesario ni el jalón de orejas. Si le sabemos fijar límites, lo vamos orientando y acompañándolo cada día con paciencia y amor, nuestro hijo será respetuoso de las normas.
Cuando el padre y la madre de familia se involucran activamente en la educación de los hijos, la conducta del mismo tiende a ser de respeto a las normas, ya que tiene una guía inmediata de su actuar; por el contrario, entre menos estén presentes, lo más seguro es que no exista un respeto hacia las normas o las rompan a las primeras de cambio.