Opinión

Principios señeros

Por Juan José Rodríguez Prats

La observancia de los principios y de las normas son de distinta índole


No sé de ningún país que tenga un notable desarrollo económico y un buen nivel de bienestar sin un bien cimentado respeto a las normas jurídicas. Si se analizan las causas de las crisis, invariablemente se encuentran, entre otras, el desacato a los ordenamientos vigentes y los errores legislativos. El derecho es factor para poner orden e intentar que se haga justicia.

Para que funcione el Estado de derecho se requiere la defición de los principios fundamentales que le dan coherencia al sistema en su conjunto. Precisar los fines es un ejercicio ineludible. No son propiamente normas, sino doctrina; aforismos de probada aceptación; base, origen o razón sobre la cual se discute el orden jurídico. No se agotan en su cumplimiento. Están al inicio y también son el objetivo último que orienta la conducta del conglomerado social.

La observancia de los principios y de las normas son de distinta índole. Los primeros corresponden a una actitud permanente; las segundas, a una más específica, tangible e identificable. Sin embargo, tanto unos como las otras son mensurables, verificables y constatables.

Algunas naciones definen esos valores e ideales en sus documentos fundacionales, en la exposición de motivos de sus cartas magnas, o bien como parte de su articulado. Pongo un ejemplo. El artículo tercero de la Constitución italiana expresa: “Corresponde a la república remover los obstáculos que, limitando el derecho de la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impida el pleno desarrollo de la persona humana”. Esto es, le señala al poder una limitación esencial y al individuo, su derecho consustancial a su condición de “ser dotado de razón, consciente de sí mismo y poseedor de identidad propia”.

Las reglas emanan de los tres poderes. Hay un derecho legislativo, uno judicial y uno regulatorio. Para su conformación existen procesos claramente establecidos. En México hemos tenido, desde el origen de nuestra vida independiente, una concepción confusa y contradictoria de nuestras leyes. Los últimos cambios, desmantelando instituciones y concentrando facultades arbitrariamente, han provocado un tremendo dislocamiento, a grado tal que hay quienes afirman el fin del Estado de derecho.

¿Qué hacer? Escudriñando cada ordenamiento se puede identificar el valor que lo motiva. Hay que reconstruir la República. Hay que definir de manera contundente los principios que sean el núcleo de las reformas. Van tres ideas.

Antonio Caso, filósofo perteneciente a la generación del Ateneo (1909), fue uno de los primeros en rechazar el positivismo del Porfiriato. Dos meses después del trágico final de Madero, escribió: “Mientras nuestro pueblo no le exija a su gobierno la práctica de las instituciones liberales, las prescripciones del derecho serán ilusorias, nuestra vida política adolecerá de sus perennes imperfecciones y el conflicto interior de nuestra democracia persistirá con sus dramáticos defectos”.

José Vasconcelos, en su tesis profesional (Teoría dinámica del derecho, 1907), escribió: “Porque no son las leyes invención de inspirados, ni fruto de la labor de los eruditos, ni capricho de ninguna torpe mayoría; las legislaciones de los pueblos (…) son obra de investigación, de observancia, de estudio”.

Eduardo García Máynez, en una conferencia (“El humanismo y el derecho”, 1987), dijo: “La tarea de los paladines de un humanismo militante quedará cumplida cuando en este mundo en que las potencias del mal se han desbordado, el amor se imponga al odio; la concordia a la discordia; el altruismo al egoísmo; la fe al desaliento; la generosidad a la codicia y el espíritu de lucha a la cobardía”.

El ejercicio es apasionante. Propuestas no han faltado, ejemplo de ello es el pensamiento filosófico-jurídico de estas tres luminarias.

Hoy, ante la anemia de ideas de nuestra dizque clase política, recordar aportaciones acertadas sobre el tema es una invitación a la tarea de corregir, enderezar y superar los malos gobiernos que padecemos.