Opinión

Dignidad y ciudadanía

Por Juan José Rodríguez Prats

La presidenta Sheinbaum se autocorrige en su iniciativa más reciente en su patético empeño de resolver todo con leyes


El artículo 1 de la ley fundamental alemana dice: “La dignidad humana es intangible. Respetarla y protegerla es obligación del poder público”. Estas palabras prescriben el principio más fecundo del derecho de las naciones con vocación democrática. Fueron escritas después de la Segunda Guerra Mundial y, con una experiencia única al haber sufrido un régimen sin límites en el ejercicio del poder, han orientado a las instituciones de Alemania en el cumplimiento de sus deberes.

A mi juicio, los mejores políticos son los que han evitado males. No se trata de menospreciar a quienes han conducido a sus pueblos a mejores niveles de bienestar, pero los primeros, por haber resistido la embestida de alguna calamidad, tienen mayor heroicidad.

Por ejemplo, Lincoln evitó que se disolviera una nación por la abolición de la esclavitud. Juárez impidió que Francia estableciera un imperio y Churchill propició el fracaso de Hitler en su intento de dominar Europa. Encabezaron la defensa de la dignidad, la capacidad intelectual y la integridad de las personas para decidir y cumplir derechos y obligaciones.

El concepto es afín con la vergüenza. Quien pierde su autoestima es indigno y desvergonzado. Quien, en una tarea de servicio público, cede a las tentaciones y no es congruente con su juramento de asumirla, deviene un personaje tullido moralmente que ha perdido el honor.

El tema ha sido centro de reflexiones religiosas, éticas, políticas y jurídicas desde siempre. La conclusión la dio Kant: “Ningún ser humano puede no poseer dignidad en tanto que tiene por lo menos, la dignidad del ciudadano”. Es libre albedrío, respeto a su humanidad, calidad de persona. Diversos autores hablan de cuatro formas de degradación: bestialización, instrumentalización, infantilización y demonización (Jeremy Waldron).

Pongamos ejemplos.

Las Islas Marías fueron adaptadas, por decreto presidencial de Lázaro Cárdenas como centro de readaptación social, pudiendo los presos, llamados ahí colonos, convivir con sus familias. No ingresaban delincuentes sexuales ni psicópatas. En el sistema de cárceles mexicano se le consideraba una excepción por su respeto a los derechos humanos. Cerrado por López Obrador al inicio de su gobierno, los reclusos trataron inútilmente de evitarlo. Fueron trasladados a prisiones sobrepobladas, degradados en sus derechos adquiridos.

El centro turístico que ahí se construyó, como todos los proyectos de su sexenio, ha sido un rotundo fracaso. La ineptitud gubernamental es una forma de agredir la dignidad ciudadana. Los programas sociales son, sin mayor argumentación, casos de instrumentalización. Incluso el expresidente definió a los beneficiarios como “mascotitas”.

¿En serio la presidenta Sheinbaum espera que le creamos que va a limpiar de corrupción al Poder Judicial cuando muchos de los candidatos, sin pudor, se han prestado a la farsa de la elección? Los atropellos a la dignidad no se miden cuantitativamente. Uno solo basta para evidenciar la inmoralidad de un gobierno. La bárbara acción de despojar de sus derechos a los miles de trabajadores es uno de los más ignominiosos casos de la historia de nuestra administración pública.

Desde luego que se nos ha visto como menores de edad y hay sobrados ejemplos de la perseverante demonización a los críticos del gobierno. El debate sobre el Estado de derecho globalizado y sus diversas implicaciones es cada vez más intenso. Se reafirma la necesidad de organismos supranacionales que generen consensos para coordinar acciones que trasciendan fronteras. México se ha distanciado con el consecuente rezago.

La presidenta Sheinbaum se autocorrige en su iniciativa más reciente en su patético empeño de resolver todo con leyes, pero de ninguna manera se atreve a tocar alguna orden de su antecesor.

¡Es una lástima que no haya una sociedad con mayor enjundia que defienda su dignidad! Las generaciones de mañana habrán de recriminárnoslo.