Opinión

La teoría legaloide

Por Juan José Rodríguez Prats

No tardaremos en lamentarnos por haber perdido el espíritu de las leyes.


El Constituyente Permanente sesionó sin verificar quórum, sin trabajo en comisiones, sin debate ni deliberaciones. El grupo mayoritario acató la consigna de manera ignominiosa, incluso hay evidencias de votos obtenidos por extorsión o soborno. Viola derechos humanos, atenta contra la división de Poderes. Se desobedecieron amparos, se despreciaron las propuestas de profesionales del derecho. Así se aprobó la reforma al Poder Judicial. Lo peor es que ahora se sostiene que la SCJN, tribunal de control constitucional, no puede hacer nada para detenerla afirmando, además, de que carece de racionalidad pragmática; esto es, de la posibilidad de aplicarse eficazmente.

Está arraigado en la conciencia de los mexicanos cuidar las apariencias para evitar el análisis a fondo del asunto. Nuestros tribunales reiteran argumentos de que, al no haberse cumplido con alguna formalidad, ya no es necesario acatar el engorroso deber de hacer justicia.

No se actúa de oficio conforme a la conciencia del juzgador, sino, solamente, a querella de parte. Es decir, con el empuje del agraviado y si éste no acredita su personalidad, simplemente se sobresee el caso. Ésta es la cultura legaloide de la que las tres ministras de la Corte designadas por el anterior Presidente (una de ellas sin cumplir el perfil exigido por nuestra Carta Magna) dan elocuentes y magistrales cátedras.

Recordé el excelente ensayo El juez, del filósofo del derecho Rudolf Stammler, para definir al burócrata: “Un hombre bueno y leal que preocupado por el derecho no alcanza a ver la justicia”. Vino también a mi memoria el pensamiento de fray Bartolomé de las Casas: “Desacostumbrarse es más difícil que acostumbrarse”.

No puedo soslayar las sesudas aportaciones de la ministra Lenia Batres cuando nos advierte del peligro de que el máximo órgano del Poder Judicial —sin el mando de fuerza alguna— pueda dar un golpe de Estado, enriquecida por la titular de Ejecutivo federal que lo redefinió como “golpe aguado”. Efectivamente, “seguimos haciendo historia”.

La segunda reflexión de la “ministra del pueblo” fue en torno al Supremo Poder Conservador de nuestro país (1837-1841, creado por la influencia del pensamiento de Benjamin Constant y de Montesquieu), para equilibrar las autoridades y las libertades y proteger la jerarquía de la Constitución. Seguramente la distinguida jurista, en aquellos tiempos, habría defendido a quien fue su más fervoroso crítico y que finalmente lo anuló. Por cierto, otro López: Antonio López de Santa Anna.

En el momento actual, a mi juicio, es una lucha estéril que a nadie beneficia y sí perjudica al pueblo de México, deteriorándose aún más la impartición de justicia.

El derecho se elabora conforme a un fin. En este caso, la demolición de un poder. Se alude al artículo 39 constitucional, por señalar que: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Pero esto no lo decide en exclusividad el Poder Legislativo, pues el también constitucional artículo 41 dice: “El pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión”, lo cual, es obvio, incluye al Poder Judicial.

Ciertamente, no proceden ni el amparo ni la acción de constitucionalidad ni la controversia. Pero como bien decían los juristas romanos, Jus semper loquitur, el derecho siempre habla y la función esencial de nuestro órgano superior de justicia en nuestro Estado de derecho es cuidar su independencia y autonomía. Además, el último artículo de nuestra Constitución, el 136, se refiere precisamente a su inviolabilidad.

El incipiente gobierno definirá su talante autoritario o ajustado a derecho en este asunto. Se ha dicho que es político, no jurídico. ¿Acaso son incompatibles las leyes y el ejercicio del poder? Se insiste en que la reforma de cualquier manera se realizará, ¿entonces la protesta al asumir el cargo fue un engaño?