La definición más compacta y elocuente de una ley fundamental, se la leí al filósofo noruego Jon Elster: “Las constituciones son cadenas impuestas por Pedro sobrio, sobre Pedro ebrio”. Son documentos que orientan todo un sistema legal. Contienen un mecanismo especial para ser reformados. Se insiste en los llamados “principios pétreos” a los que se les considera intocables.
El derecho tiene su ritual. Si en política, como bien expresaba Reyes Heroles, “La forma es fondo”, en el derecho la imbricación es más profunda. Las leyes y su observancia son elementos culturales que definen a una nación.
En 1803, el jurista norteamericano John Marshall, en el famoso caso Marbury-Madison, declaró inconstitucional una ley, con ello le otorgó al tribunal supremo el papel del máximo intérprete del derecho vigente.
En 1920, en la constitución austriaca, con la participación del jurista Hans Kelsen, se incorporó la figura del tribunal constitucional. En nuestro caso, con la reforma de 1994 se le dio esa categoría a la Suprema Corte en su tarea principal: la de ser custodio de nuestra Carta Magna.
En 1919, al finalizar la Primera Guerra Mundial, terminó el imperio alemán y se creó la República de Weimar. Como escribe uno de sus historiadores, “en tiempos de crisis de las democracias no es casual voltear a mirar” lo que aquí aconteció (Jacobo Dayan). Su Constitución adoptó un sistema parlamentario con una clara división de Poderes. Su artículo 48 diseñó un mecanismo para enfrentar situaciones de emergencia. “Cuando se hayan alterado gravemente, o estén en peligro la seguridad y el orden público… pueden adoptar las medidas indispensables para el restablecimiento de los mismos”. En 1933, después de un misterioso incendio del Reichstag, se emitió la “Ley Habilitante”, que cedió de facto el Poder Legislativo a Hitler. Se denominó pomposamente “Ley para el remedio de las necesidades de pueblo del Reich”. Fue el soporte jurídico para transitar de una república parlamentaria a un sistema totalitario. Según el historiador citado, “las causas del fracaso de la constitución de Weimar fueron la segmentación de los grupos democráticos, la imposibilidad de incrementar el nivel de vida y la nula capacidad de reformar la política social”.
Con estos antecedentes, analicemos nuestra situación, México ha vivido y se ha acentuado a partir del 2 de junio, una profunda crisis constitucional, con un evidente encontronazo de Poderes. El Ejecutivo ha concentrado facultades similares a las concedidas a la mencionada Ley Habilitante. Los medios han dado cuenta detallada de los descarados atropellos a nuestros ordenamientos jurídicos. Con todo y que se le quiere negar a la Suprema Corte su jerarquía, si no tiene capacidad legal para resolver esta crisis, su existencia, como tal, está en un inmenso riesgo, y con ello, todo el Estado de derecho.
Nadie duda cuál debe ser su decisión. La cuestión radica en el proceso para que se ponga a la consideración del pleno. Me parece que la solución nos la da el primero y el último artículo de nuestra Constitución. Ahí se consigna el deber de proteger los derechos humanos. En el título noveno denominado “Inviolabilidad de nuestra Constitución” el artículo 136 expresa: “Esta Constitución no perderá su fuerza y vigor, aun cuando por alguna rebelión interrumpa su observancia. En caso de cualquier trastorno público, se establezca un gobierno contrario a los principios que ella sanciona, tan luego como el pueblo recupere su libertad, se restablecerá su observancia”.
Los supuestos están dados, y en unos días más hay cambio de gobierno. Bien lo escribe Kelsen: “El tribunal constitucional puede ser, en las manos de la minoría, un instrumento propicio para impedir que la mayoría viole inconstitucionalmente sus intereses jurídicamente protegidos y para imponerse en última instancia a la dictadura de las mayorías”.