Opinión

Partidos políticos

Por Juan José Rodríguez Prats

El sistema político engendrado por la revolución tuvo varios intentos de desgarramiento.


El sistema político engendrado por la revolución tuvo varios intentos de desgarramiento. Siempre hubo fuerzas soterradas de variadas tendencias que retaron su hegemonía. Preservó la estabilidad con poca violencia y con operación profesional, alcanzando acuerdos y equilibrios. Había un sentido de Estado y la disciplina, ya sea por convicción o por interés, se imponía al ser la única opción real de acceder al poder con sus consecuentes privilegios.

Tal como fue concebido, dio paso al diseño constitucional decantando instituciones de claro perfil liberal y democrático. En 1987, el movimiento de un grupo destacado, menospreciado por la elite gubernamental, culminó con la creación de una organización partidista, al que se le denominó inicialmente “Corriente democrática”. Disentían de las medidas económicas debido a su alejamiento del nacionalismo y anhelaban una participación que ponderara cierto escalafón en reconocimiento de los méritos y a la trayectoria de cada militante. Temían la postulación de quien se perfilaba como el más probable candidato a la presidencia de la República: Carlos Salinas de Gortari y preferían a Manuel Bartlett Díaz, más afín a la ortodoxia priista.

Cuauhtémoc Cárdenas aglutinó muchos liderazgos y grupos inconformes. Su propuesta, a mi juicio, no era un cambio sino un retorno. De haber tenido éxito, el sistema habría continuado con su presidencialismo exacerbado y su partido hegemónico, aunque con otro nombre.

Lo cierto es que, cuando Salinas fue declarado presidente, consciente de un déficit de legitimidad (tan evidente como el que hoy se denuncia en un proceso similar), anunció cambios sustanciales. El PAN aceptó el reto y procedió a la necesaria concertación. En 1989, al día siguiente de las elecciones en Baja California, Ernesto Ruffo, candidato panista a la gubernatura, le hizo llegar todas las actas de casillas al secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios. El dirigente del partido oficial, Luis Donaldo Colosio, se mostró dubitativo mientras Gutiérrez Barrios fue contundente: “Ganó el PAN, aquí están las actas”. La alternancia por fin se concretaba.

Retornemos a la creación del Partido de la Revolución Democrática, supuestamente de izquierda. Desde el origen mostró su debilidad que, a la larga condujo a su extinción: depender de los hombres indispensables, por denominarlos de alguna forma. Asumió una actitud suicida al negarse a cualquier reforma por considerarlas entreguistas. La negociación ineludible en una transición se demonizó; se descalificaba a quien se involucraba, aun haciéndolo con toda la publicidad requerida. El PRD, al querer preservar una pureza mal entendida, fue aletargando el ánimo de su membresía.

Vino el cambio de su dirigencia por varias ocasiones, hasta que en 1996 llegó Andrés Manuel López Obrador, ejerciendo sus atribuciones con un notable atropello a su normatividad. Al no prosperar su propósito de designar sucesor a Alejandro Encinas, empezó a idear un nuevo partido. Aun así, fue candidato en 2012 por segunda ocasión a la Presidencia de la República. Era obvio que la organización estaba escindida. Siguió una historia que apesadumbra: el partido se desfondó, su militancia emigró a donde había más posibilidades de obtener cargos públicos. Los menos, por congruencia y decoro, renunciaron. A otros no se les permitió el ingreso al nuevo partido y los que se quedaron ni remotamente tuvieron el perfil de sus fundadores. Sucedió lo inevitable: la ciudadanía le dio la espalda.

¿Representa Morena (que de regeneración no tiene nada) la continuidad del PRD? ¿Conserva los anhelos democráticos de sus inicios o le da continuidad a la vieja y atávica idiosincrasia del partido de Estado? Más bien es una entelequia que, al igual que su antecesor, no puede vivir sin la dependencia del caudillo. Estaremos ante un vacío institucional.