No ha habido una cuarta transformación. Sí hay, como en otros momentos históricos, un gran vacío de los factores que propician la cohesión social. La palabra que mejor define esta etapa es discordia. Significa oposición, desavenencia de voluntades y opiniones. Dice el diccionario que en materia jurídica es la falta de mayoría para votar sentencias por división de pareceres que obliga a repetir la vista o el fallo con el mayor número de jueces. Un proverbio bíblico expresa: “El que comienza la discordia es como quien suelta las aguas. Deja, pues, la contienda, antes de que se enrede”. El díscolo es una persona insolente, malhumorada, de trato desagradable. El antónimo es cordial, afectuoso, derivado del latín cordialis, del corazón.
Efectivamente, hemos tenido antecedentes de confrontaciones desde el inicio de nuestra vida como nación.
La independencia la hicieron los españoles, consecuencia, principalmente, de la Conspiración de La Profesa, encabezada por Matías de Monteagudo, al oponerse al juramento del virrey Juan Ruiz de Apodaca a la Constitución de Cádiz que establecía la monarquía parlamentaria. Agustín de Iturbide fue finalmente su ejecutor.
Arrancó así una lucha ideológica entre dos bandos, los conservadores y los liberales, cada uno encabezado por destacados pensadores: Lucas Alamán y José María Luis Mora. El núcleo de las disputas consistía en el diseño institucional para ejercer el poder. O bien se concentraba con una fuerte influencia de la monarquía o bien se descentralizaba conforme al pensamiento de la Ilustración.
Hubo un largo periodo en el que se destruyó riqueza, se perdió la mitad del territorio nacional y, como consecuencia de la Revolución de Ayutla, en 1853 se convocó a un Congreso constituyente del cual emana en 1857 una nueva Carta Magna, que esencialmente pone límites al poder del Estado y reconoce los derechos de las personas. Se pretendía introducir prácticas parlamentarias y deslindar el desempeño de la Iglesia. Dio inicio entonces una segunda época de discordia que acarrea una guerra civil y el intento de establecer un imperio encabezado por extranjeros. Lo superamos con uno de los periodos más vigorosos de vida republicana (1867-1876), para caer nuevamente en una dictadura.
La tercera discordia inicia con el llamado de Francisco I. Madero a establecer un gobierno que no abusara del poder. Su libro La sucesión presidencial en 1910 tiene una sorprendente vigencia. La amenaza es la misma: la concentración de atribuciones avasallando el Estado de derecho.
La Constitución de 1917, derivada del proyecto de Venustiano Carranza, con fuerte influencia de Emilio Rabasa y paradójicamente contrario al ideario maderista, fortaleció el régimen presidencial. Un diputado constituyente, David Pastrana, señaló que se le otorgaban al titular del Ejecutivo mayores ámbitos de influencia que al rey de España.
Dando tumbos y en un proceso con avances y retrocesos, los mexicanos idealizamos la democracia y hacia ella enfilamos nuestros anhelos. La terca realidad se resistió al cambio y emergieron los enemigos de siempre: las figuras indispensables, que han estado presentes desde los orígenes de la vida organizada. La misma pasión que sintió el hombre de Neandertal al tomar una piedra, un palo, un hueso y dar un grito de poderío, hoy la percibimos cuando escuchamos: “Aquí mando yo”.
Otto Granados, en un reciente y atinado ensayo, escribe: “La llamada cuarta transformación nunca tuvo densidad histórica o social, ni un diseño doctrinario y conceptual de verdad”. Sí, estamos en la cuarta discordia.
Como en ocasiones anteriores, solamente la política puede salvarnos y ésta la hacen hombres y mujeres. Esas simples criaturas de Dios que nacen, viven y mueren. Habrá que ver.