Juan Antonio García Villa escribió un libro realmente digno de leerse: El Quijote, ayer, hoy y siempre en 100 cápsulas. El pasado 30 de abril me distinguió como comentarista, junto con Diego Fernández de Cevallos, Carlos García Fernández.
En un trabajo de gran erudición y acuciosamente elaborado, mi amigo y correligionario nos invita a imbuirnos de nuevo en el espíritu del “caballero de la triste figura”. Me parece que, en los tiempos actuales, no tan sólo es placentero, sino también necesario, deambular entre el ideal y la realidad. No perder nuestro afán de mejorar el mundo, pero tampoco cegarse por la realidad que nos circunda. Destaco algunas reflexiones de esta obra.
Conforme a diversos testimonios, nos relata las condiciones que prevalecían cuando fue escrito: “El mundo espiritual en el que nació Don Quijote era un mundo de desengaño, de fracaso, de pesimismo, de humillación, tal vez de desesperación (...). A lo largo de estos años se tiene la impresión de un país que se siente al borde mismo de la catástrofe, aislado del mundo entero, rechazado”. Sin embargo, afirma: “Crisis o no crisis, fue por esos años cuando, en palabras de Dostoievski, brotó del ingenio de Cervantes la obra que por sí sola justifica plenamente la presencia del género humano sobre la tierra”. La lección es clara: en los tiempos difíciles, hay que revivir el coraje.
Don Jesús Silva Herzog, en su discurso de recepción como miembro de la Academia Mexicana de la Lengua (17/10/1956), dijo: “Lo más atrayente en el libro de Cervantes es la inconformidad con el mundo que circunda a los dos principales personajes, y que se manifiesta aquí y allá en el curso del relato. La crítica social se advierte en las palabras iluminadas del caballero”.
Cita a Unamuno: “Este valor del que hace gala don Quijote es el que necesitamos en España, y cuya falta nos tiene perlesiada (debilitada) el alma. Por falta de él no somos más fuertes ni ricos ni cultos; por falta de él no hay canales de riego ni pantanos ni buenas cosechas; por falta de él, no llueve más sobre nuestros secos campos, resquebrajados de sed, o cae a chaparrones de agua, arrastrando el matillo y arrastrando a veces la vivienda”. Y agrega Juan Antonio: “¿Sostendría Unamuno esto mismo de su patria poco más de un siglo después? ¿No será que México tiene también perlesiada el alma por la falta de valor, de valor quijotesco, de sus hijos?
Una reflexión más: “Cabe decir que lo más rescatable del libro de Salvador de Madariaga, Guía del lector del Quijote es el registro que hace de cómo, a lo largo de la novela, don Quijote va adoptando la actitud y conducta de Sancho Panza y éste las de su amo. A este curioso proceso lo llama la sanchificación de don Quijote y la quijotización de Sancho. Así, mientras el espíritu de Sancho asciende de la realidad a la ilusión, declina el de don Quijote de la ilusión a la realidad. Don Quijote va recobrando la razón y Sancho perdiéndola. Evolución lenta y sutil que Cervantes prepara y desarrolla con un arte consumado de matices”.
El exhorto que recorre todas las cápsulas (así denominadas por el autor) es el de leer y releer las obras clásicas precisamente por eso, porque nunca dejan de ser oportunas sus enseñanzas.
Los críticos literarios afirman que hay cuatro obras excelsas de la literatura universal: La Divina Comedia de Dante (1304-1321), Hamlet de Shakespeare (1623), Don Quijote de la Mancha (1605-1615) y Fausto de Goethe (1808-1832). Todas ellas versan sobre lo mismo: el eterno dilema entre el bien y el mal. Creo que, en estos días, está presente, en el mundo y en México, con toda su binaria concepción que no admite neutralidad.
Bienvenida la invitación del connotado panista en estos tiempos brumosos en que los ideales son agarraderas imprescindibles.