“No me vengan con el cuento de que la ley es la ley” es la frase más grosera que le he oído a un gobernante. Palabras más, palabras menos, equivale a lo que Luis XIX presumía: “El Estado soy yo”. Ahí está contenida nuestra crisis, que es de gran calado: el repudio al orden, a la autoridad, al acuerdo. Se antoja para ser nuestro epitafio como República: “La ley es un cuento”.
A esto se llama “antinomismo”. Según mis pesquisas, el término surgió en el siglo XVI como parte del cristianismo, aunque se le calificó de herético, debido a que sostenía que sólo se necesitaba tener fe sin importar los pecados cometidos. Kant insistía en definirlo como el choque entre la razón y la experiencia, entre la idea y la realidad. Lo equiparaba con la paradoja o la contradicción irresoluble. En política, equivale a la falta de gobernabilidad, a la pérdida de legitimidad, a la anarquía; esto es, la ausencia de autoridad.
En México, el derecho no ha sido norma jurídica, sino fantasía, engaño, trampa. Un ordenamiento jurídico señala derechos y obligaciones, tiene la diferencia específica de la bilateralidad y, además, alcanza un mínimo de positividad; es decir, de cumplimiento por gobernantes y gobernados.
Evidentemente, no podemos seguir así. No podemos vivir permanentemente en la zozobra y la inseguridad. El Estado de derecho no está para promover la esperanza del pueblo, sino para garantizar certeza, para que sepamos a qué atenernos.
Todos insisten en que los contendientes a los cargos de elección formulen propuestas, como si se tratara de un juego de azar, a ver quién le atina o genera más adhesiones. Creo que el 1 de octubre la próxima presidenta debería empezar su discurso con algo similar a lo que dijo Miguel de la Madrid (01/12/1982): “No permitiré que la patria se nos deshaga entre las manos”. O lo que dijo Javier Milei cuando asumió la Presidencia de Argentina: “No hay plata”.
En las actuales circunstancias, lo más conveniente para los tiempos que vienen es un liderazgo terso, mesurado, respetuoso de la ley. Un líder similar a Konrad Adenauer, Patricio Aylwin, Fernando Henrique Cardoso o, para hablar de los de casa, Adolfo Ruiz Cortines. Un presidente aburrido, pero eficaz, que hable poco, pero que cumpla lo que promete, que no se pelee y respete a sus gobernados. Que, efectivamente, cuide la investidura y preserve la institucionalidad. En el viejo PRI se hablaba del “modito”.
Como político y profesional del derecho, me permitiría sugerir dos temas a ser abordados desde el inicio: uno, el federalismo. El tema es el más añejo de nuestra vida independiente. Lo iniciaron dos grandes parlamentarios: Servando Teresa de Mier y Miguel Ramos Arizpe. Un exfraile dominico y un sacerdote. Nuestra Constitución, desde siempre, nos ha denominado República Federal y catalogado como democracia representativa. Sin embargo, no definió la llamada “regla de oro”, el deslinde de las competencias de los tres órdenes de gobierno.
El resultado ha sido un federalismo centralizado, un auténtico oxímoron. Federalismo es descentralización; nosotros hemos deformado hasta el lenguaje jurídico. Cuando hablamos de centralizar, utilizamos el verbo federalizar. Y sí, el Poder del Ejecutivo federal raya en lo absurdo. Por eso, incluso, los Ejecutivos estatales no tienen más remedio que someterse.
El otro asunto es la crisis de gobernabilidad de nuestra democracia representativa. Uno de sus grandes teóricos, Walter Bagehot, escribió: “¡Qué teatro más magnífico para los debates, qué maravillosa escuela de instrucción popular y de controversia política ofrece una asamblea legislativa!”.
En resumen, tenemos una crisis del Estado centralizado, del Estado empresario, del Estado nación, del Estado de derecho. Digámoslo sin tapujos: somos un Estado fallido. La tarea es enorme. Federalismo y municipalismo; lo global y lo local. Liderazgo auténtico y vigorosa vida institucional. Son algunos barruntos de nuestros deberes.