Opinión

Clase política

Por Juan José Rodríguez Prats

Es vital para la nación recuperar el valor de la palabra que no es sino la expresión de logos, esto es, de la razón y de la comunicación humana.


¿Cómo es posible que personas tan descalificadas estén encargadas de tareas tan complejas como gobernar? ¿Por qué fallan los funcionarios públicos? ¿Qué sistema político es el menos deficiente eligiendo mujeres y hombres idóneos al frente de las instituciones que se encargan de gobernar?

Son escasas las épocas en que México puede presumir de una clase política ejemplo de entereza y responsabilidad. Destaco la generación de la Reforma, integrada por liberales preparados, con una idea clara de qué hacer desde el poder. La Constitución de 1857, como documento rector en el ámbito jurídico, haber logrado la segunda independencia de nuestra nación y el diseño de las políticas públicas son testimonio del cumplimiento de sus trascendentes responsabilidades.

La Revolución Mexicana creó un sistema que cuajó una cultura de la participación en asuntos que a todos nos atañen. Como en toda sociedad se fueron entreverando generaciones de profesionales para darle continuidad. Se concibieron principios no escritos, rigurosamente acatados, que nos dieron estabilidad y gobernabilidad. No eran democráticos, obedecían a una disciplina vertical; correspondían a perfiles para cada área de la administración pública y para cada orden del poder. Había reglas para disputar los cargos de elección popular y mecanismos para dilucidar conflictos. Se conformó una disciplina de sumisión, tanto en el sector público como en el partido hegemónico que, con todas sus graves carencias, permitía hacer carrera, respetando cierto escalafón y premiando méritos por buenos resultados.

Para nada idealizo el periodo del viejo PRI, tan vilipendiado, pero que dio resultados palpables. Funcionó como escuela y aún hoy es difícil encontrar a algún político en activo que no haya abrevado en sus enseñanzas.

Con la transición a la democracia se derrumbaron paradigmas y fueron emergiendo otras maneras de inmiscuirse en asuntos de nuestra vida pública. Digamos que, donde había certezas, hoy hay ambivalencias y confusión.

Han florecido con sorprendente vigor dos patologías para las que no hay defensa: mezquindad y mediocridad. Los personajes al frente de la cotidianidad social ofrecen un espectáculo abominable, intelectual y éticamente. La paridad de género, con sus correspondientes acciones afirmativas, se ha enseñoreado en varios estados a los que no dudo en calificar de fallidos o en plena descomposición, prevaleciendo la anarquía.

Se homologaron las fechas de elección a cargos federales y locales y la ciudadanía vota sin el análisis de los contendientes. Se permitió la reelección legislativa y de alcaldes para mejorar el desempeño que condujo a la obcecación de quienes sólo anhelan continuar en la nómina.

El dinero en las campañas es el factor más importante para obtener el triunfo. Los aparatos burocráticos que organizan, supervisan y califican las elecciones están rebasados por conflictos internos y en franco deterioro de su autoridad.

Los partidos, que deberían asumir deberes en uno de los momentos más críticos de nuestra historia, están copados por camarillas con una manifiesta hemiplejia moral. No les interesan ni las campañas ni el país. Las doctrinas de sus respectivos institutos les provocan urticaria. Lo único que no pierden de vista es el “tradicional asno de Filipo de Macedonia cargado con sacos de oro que hace poco ruido y deja pocas huellas tras de sí”.

A mi juicio, lo más grave son las maniobras de las oligocracias para integrar las cámaras federales y estatales. Ni por asomo se hace el ejercicio de los perfiles de nuestros representantes con la mínima preparación para deliberar, o posibles méritos partidistas. Sólo se busca la garantía de sometimiento al coordinador del grupo parlamentario.

Sigue cercenándonos la pregunta que en 1912 se hacía el prócer Francisco I. Madero: “¿Somos un pueblo apto para la democracia?”.

 

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