Opinión

Estoicismo jurídico (4)

Por Juan José Rodríguez Prats

El reto es atar libertad y responsabilidad, memoria y deber, autocrítica y capacidad de corregir


En algún estado de la República me platicaron una aleccionadora anécdota. El encargado de Obras y Servicios de un ayuntamiento preguntaba al presidente: “¿Qué hacemos hoy?”. Y el munícipe respondía: “Haz topes”. El obediente funcionario cumplía la orden. Así todos los días. Obviamente, se complicó terriblemente el tráfico vehicular. En el caso de la 4T me brinca una analogía: “Haz leyes” y el resultado es el mismo, no tan sólo en la complicación del tráfico, sino en toda la vida institucional.

Se discute mucho si el Ejecutivo federal tiene un acumulado poder como consecuencia de su ostentosa concentración. A mi juicio, de nada sirve mandar si no se tiene claro el punto al cual se quiere llegar. Ahí es donde he focalizado mis reflexiones.

Si el estoicismo, con su claridad y sencillez, tiene el fin de mejorar la calidad humana para alcanzar la “eudaimonía”, el florecimiento humano, una vida buena, la práctica de virtudes, también ha de orientarnos para hacer leyes y cumplirlas, ya que la única manera de regular conductas.

A los estoicos les debemos la introducción de la conciencia a la ética en sus dos acepciones: como conocimiento de la realidad y como atributo para dilucidar el bien y el mal. En otras palabras, realismo e idealismo que deben operar con armonía.

El mundo y nuestro país están viviendo intensos momentos de inestabilidad política. Se ventilan en los tribunales asuntos de gran trascendencia. Se tambalea el Estado de derecho como concepto nuclear de todo el andamiaje institucional. Momentos propicios para el estoicismo: preparación, practicidad y congruencia. Ésas son cualidades de la cultura de la legalidad.

La inercia de la frivolidad para ponderar y argumentar respecto a los ordenamientos legales ha llevado a la implosión de la insensatez. El último adefesio es la iniciativa de Ley General de Aguas, hecha con los pies: conceptos vagos preñados de ideología carentes de auténtica juridicidad, un estatismo rampante que no cesa de demostrar su ineptitud y la ausencia de la más elemental técnica legislativa.

En México se continúan haciendo normas a sabiendas de que serán “papel mojado”, letra muerta. Hay una preponderante obsesión por las apariencias y el simulacro de que se resuelven problemas cuando los hechos están gritando que cada día estamos peor.

Antes de improvisar y elaborar proyectos se debe concebir un método y definir principios fundamentales que le den coherencia a la acción. El estoicismo nos proporciona herramientas para esa tarea. El reto del siglo XXI es atar libertad y responsabilidad, memoria y deber, autocrítica y capacidad de corregir.

Tenemos que delimitar lo que no funciona para cambiarlo y lo que es necesario preservar y continuar. Ni todo lo anterior está mal ni todo lo que se propone es viable. Esto es, hacer uso de lo que se denomina “beneficio del inventario”. Insisto en otro principio: Premeditatio malorum, la capacidad para prever y anticiparse a las situaciones difíciles. Desafortunadamente, nos da vértigo la inmediatez. Hemos atropellado el derecho intergeneracional con tal de librar lo próximo olvidando nuestro compromiso con los que vendrán. La carga para ellos será enorme.

La clase política mexicana atraviesa por una lamentable época de mezquindad, mediocridad y carencia de voluntad para el consenso. La deliberación institucional no existe. Acudo a una lección: somos un perro atado a un vehículo sin influencia en el volante. O avanzamos a su ritmo o seremos maltratados y arrastrados en el trayecto.

Hay una polarización que me atrevería a calificar de pedestre, cada vez más nutrida de fanatismo: izquierdas y derechas. O levantamos la mira o seguiremos inmersos en un desgaste suicida.

No tan sólo debemos cerrar la brecha entre lo que las leyes prescriben y nuestro diario actuar, sino también la convicción de qué es lo bueno.