En el repaso de lo que hemos sido, como seres humanos y específicamente como nación mexicana, siempre ha habido una defensa de la persona, de su autoestima, de su libre albedrío, de su libertad. Ésos son los principios que constituyen el núcleo de lo que en la Ilustración se empezó a denominar humanismo.
El término viene del latín, remite a lo “relativo al hombre”. Hay pensadores que también lo relacionan con humus (tierra). Su origen se ubica en Alemania, aunque desde la Edad Media ya se hablaba de humanizar y de lo inhumano como algo que atenta contra la integridad y atropella al prójimo.
Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494), ejemplo de rebeldía y heroísmo, escribió en 1496 la Oratio de hominis dignitate, señalado como el “Manifiesto del Renacimiento”. Su idea central, según varios pensadores, es que “la dignidad del hombre reside en su libertad para convertirse cada vez más en lo que es capaz de ser”, ya que la habilidad más importante del hombre es “este poder de transformarse a sí mismo de acuerdo con su función creativa, deseos y aspiraciones”.
Hay muchos humanismos sustentados por diversos filósofos. Jean Paul Sartre escribe un breve y espléndido texto sobre el existencialismo humanista; Jacques Maritain sostiene el humanismo cristiano; Herbert Marcuse nos habla del hombre unidimensional; Erich Fromm encuentra en Carlos Marx elementos humanistas. La lista es interminable, hay humanistas liberales y también quienes sostienen un humanismo ateo.
Después de este arbitrario y audaz repaso, me atrevo a focalizar una idea central: calidad humana sustentada en virtudes y ésa es la esencia en la política. En otras palabras, el modelo de mejor político es el humanista, partiendo de una cualidad: la autenticidad, sobre todo consigo mismo para nunca dejar de ser profundamente autocrítico. Nietzsche hacía una pregunta clave: “¿Se quiere estar contento consigo mismo o exigirse implacablemente a sí mismo? Es evidente, el humanista se esmera fervorosamente por ser mejor en el cumplimiento de sus deberes. He ahí el elemento: condición humana. Esa voz de la conciencia que obliga y compromete. Para conformarla, se requiere preparación. Cada vez me entusiasman más los libros de Irene Vallejo. Dos ideas suyas: “Gracias a la lectura, hemos desarrollado una anomalía llamada ojos interiores”. La segunda: “…en un mundo narcisista y ególatra, lo mejor que le puede pasar a uno es ser todos”.
En la antigua Grecia, la política era sinónimo de fraternidad. Sin embargo, al paso del tiempo, la lucha por el poder se fue tornando cada vez más reñida. Me parece que fue en Roma donde encontramos los primeros ensayos de partidos políticos. Sucedió a principios del siglo I a.C., ante la pugna entre Mario (que encabezaba a los populares que pretendían la descentralización del poder) y Sila (al frente de los optimates, grupo integrado por los senadores). Al final vino un deterioro de la república hasta la ejecución de Julio César y el posterior imperio encabezado por Augusto.
Hoy el mundo necesita gobernantes humanistas. Ejemplos los hay, no me alcanzaría el espacio para enunciarlos, en todo el mundo y en todas las épocas. Dos virtudes son las más visibles: honestidad y capacidad de reconciliación. No se puede ser humanista y dividir a un pueblo o rodearse de un equipo faccioso. Acertadamente lo expresa el papa Francisco: “El todo es superior a las partes y la unidad es superior al conflicto”. Las biografías de los grandes hombres siempre focalizaron el trato que le daban a su prójimo: la amabilidad, la confianza, la esperanza, la empatía ante el dolor ajeno, el involucramiento en causas sociales.
El pueblo de México pronto habrá de tomar decisiones sumamente trascendentes. Respetuosamente sugiero focalizar el análisis en la calidad humana de las opciones. En todos los partidos hay mujeres y hombres malos y buenos. Ojalá y atinemos.