La elección del pasado 1 de junio marcó un parteaguas en la historia democrática de México, por primera vez, los ciudadanos acudieron a las urnas para elegir a jueces, magistrados y ministros. Se trató de una reforma que, más allá de su viabilidad técnica y de las dudas razonables sobre su implementación, buscaba romper con un viejo reclamo, la percepción de un Poder Judicial lejano, elitista y ajeno a la vida cotidiana de la mayoría de los mexicanos.
Los críticos de la reforma han señalado con insistencia los riesgos de trasladar la lógica electoral al ámbito de la justicia. Hablan de la posibilidad de que se imponga la popularidad sobre el conocimiento jurídico, de que la justicia se subordine a coyunturas políticas, y de que el sistema termine siendo más vulnerable a intereses corporativos o clientelares.
En contraparte, sus defensores sostienen que era necesario oxigenar a un poder marcado por el nepotismo, el amiguismo y la opacidad, abriendo la puerta a perfiles más sensibles a la sociedad y menos comprometidos con los viejos círculos de poder.
El debate es legítimo, lo que no lo es -y lo que hoy emerge como un peligro real-, es la amenaza de un boicot interno. Versiones que circulan en el foro judicial, apuntan a que trabajadores inconformes, temerosos de perder privilegios o simplemente hostiles a la llegada de nuevos ministros y magistrados (algunos sin la experiencia tradicional en la judicatura), estarían dispuestos a sabotear el funcionamiento del sistema. El objetivo, mostrar al país que la reforma es un fracaso.
Si este escenario se confirmara, estaríamos frente a una crisis mayor; el Poder Judicial, de por sí cuestionado por la ciudadanía, se vería atrapado entre la falta de legitimidad técnica de algunos de sus nuevos representantes y la resistencia pasiva -o activa- de quienes conocen los engranajes internos y tienen la capacidad de colapsarlos desde adentro.
Un sabotaje burocrático no requiere marchas ni discursos, basta con retrasar expedientes, perder oficios, omitir plazos o aplicar la ley con una parsimonia calculada.
Las consecuencias serían devastadoras; en primer lugar, para los justiciables, es decir, para las personas que acuden al Poder Judicial en busca de resoluciones. Un boicot significaría juicios más lentos, sentencias retrasadas y, en última instancia, la negación del derecho a la justicia.
En segundo lugar, para la propia reforma, el mensaje hacia la opinión pública sería que el modelo electoral no funciona, abonando al descrédito de una transformación apenas nacida.
Y en tercer lugar, para la institucionalidad del país, si un poder constitucional decide obstaculizarse a sí mismo como forma de resistencia política, se fractura no solo el equilibrio entre poderes, sino la confianza mínima en el Estado de derecho.
La amenaza del boicot revela un dilema de fondo: ¿hasta qué punto puede una reforma ambiciosa sostenerse sin el compromiso de quienes la hacen funcionar día a día?
La legitimidad electoral de jueces y magistrados será insuficiente si no logran generar autoridad moral y técnica frente a sus subordinados. Los trabajadores judiciales por su parte, deberán decidir si están dispuestos a cargar con la responsabilidad histórica de dinamitar el sistema para salvar sus parcelas de poder.
México, más que nunca, necesita un Poder Judicial que funcione. Si la reforma fracasa por causas internas, no será solo un fracaso del Ejecutivo o del Legislativo que la impulsaron, será un fracaso colectivo, de un país que no supo construir un nuevo pacto de justicia.
La historia dirá si el 1 de junio abrió la puerta a la democratización del Poder Judicial o si, por el contrario, quedó como el primer paso de una implosión provocada desde dentro.
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