Opinión

De Juan Pablo II a Benedicto XVI

Por Otto Granados

Los grandes dilemas de la Iglesia Católica siguen siendo hoy tan complejos, y quizá, mucho más en un mundo incierto y cambiante


Ayer se celebraron, como pudimos ver, los funerales de Benedicto XVI, sin duda, uno de los papas más interesantes de las últimas décadas. Con su elección en el año 2005, de quién era el prefecto para la Congregación de la Doctrina y la fe, el Colegio Cardenalicio tomó una decisión solo explicable a partir de una serie de claves que van desde la profunda significación del legado de Juan Pablo II, hasta los desafíos que debería enfrentar en un entorno social e internacional muy complejo para el nuevo liderazgo espiritual del jefe del catolicismo.

Durante dos décadas, Ratzinger fue no solo la mano derecha de Juan Pablo II, sino en los hechos el arquitecto intelectual y doctrinario de un papado fuertemente conservador, defensor intransigente del dogma y de las posiciones teológicas más ortodoxas, y tras la intensidad de ese largo papado, podría haberse pensado que en función de los tiempos que corren, algunos sectores de la jerarquía hubieran preferido un liderazgo espiritual un poco más abierto e incluyente y más cercano a los problemas actuales del desarrollo humano, pero ¿por qué los vientos volaron en otra dirección? En ese momento, destaca, en primer lugar, la composición misma del Colegio Cardenalicio que elige a los papas, en un cuarto de siglo y con la excepción de dos, Juan Pablo II designó a todos los Cardenales, considerando en muy buena medida, no solo sus lealtades ideológicas, sino sobre todo el hecho de que dado el caso, ellos pudieran garantizar la prolongación de su herencia espiritual. Ratzinger entonces, encajaba a la perfección en un molde, en el cual sería un Papa menos mediático que su antecesor, mucho más interiorizado en los laberintos del poder de la Iglesia, intelectualmente mucho más dotado, y lo más importante, que simbolizaba la continuidad en los temas básicos de la disciplina doctrinal, de la ortodoxia litúrgica y de las posiciones conservadoras ante los problemas mundanos, es decir, ante el miedo de un siglo oscuro e incierto en el que otros movimientos religiosos podrían poner en crisis a una parte de la Iglesia, los cardenales se decidieron por un Papa duro y más intransigente.

Ratzinger fue, en segundo lugar, un Papa de transición, por un lado, por simple edad fue relativamente breve, pero, por otro, previsiblemente le tocaría preparar las condiciones mediante las cuales la Iglesia lograra adaptarse, en el mediano plazo, a las necesidades y requerimientos de una feligresía en confusión y, en cambio, constante, y de un mundo que experimenta precisamente eso, que Benedicto XVI llamó el relativismo o las modas ideológicas. El nuevo Papa resultó así el guardián del legado de su antecesor, pero no necesariamente una copia.

Ratzinger era un hombre extremadamente inteligente y sofisticado, y sabía muy bien que la Iglesia debía hacer frente a lo que él mismo identificó como tendencias amenazantes, una de ellas, por ejemplo, es que el mundo había cambiado y la Iglesia había perdido terreno, a pesar de que al menos en cifras Juan Pablo dejó casi 1100 millones de católicos en las distintas regiones, la situación no fue cómoda para la jerarquía, en Estados Unidos, por ejemplo, la asistencia a misa había bajado en un 40% en el último medio siglo, y el número de sacerdotes en casi todo Occidente descendió 26%. En cambio, los protestantes y otras denominaciones no católicas en América Latina que eran apenas 100.000 a principios del siglo XX, en 2005 cuando entra Ratzinger, eran ya 100 millones.

Europa se convirtió, por su parte, en la capital del laicismo, dejando de ser el primer continente católico con apenas el 26% de la población frente a casi el 49% que se registraba de católicos en América. Frente a un panorama así, Ratzinger tenía tres caminos: el primero, adoptar una política mucho más ortodoxa y cerrada; el segundo, promover algunas modificaciones razonablemente liberales, en temas más o menos controvertidos, o bien, la tercera; explorar el terreno y generar las condiciones para que el siguiente papado pudiera afrontar las reformas en un ambiente más propicio.

En realidad, ninguna de esas tres cosas sucedió y los grandes dilemas de la Iglesia Católica siguen siendo hoy tan complejos, y quizá, mucho más en un mundo incierto y cambiante.