En 1948, después de la elaboración de los derechos humanos, le preguntaron a Jacques Maritain qué habían hecho personajes con conformación ideológica distinta para coincidir en una lista básica de lo irreductible en defensa de la persona. Contestó con una reflexión sencilla: en la medida en que los temas fueron acotándose las discrepancias se desvanecieron.
Sófocles (440 años a.C.) definió dos teorías del derecho. La primera, representada por el rey Creonte que clamaba sin tapujos: “Lo que yo ordeno ha de cumplirse”. En tanto, Antígona, al defender su decisión de sepultar a su hermano (señalado como traidor a Tebas y, por tanto, su cadáver debía ser devorado por las fieras), respondió: “Por sobre lo que tú ordenes está mi deber de acatar una voz superior”.
Ésas son las dos escuelas de filosofía jurídica. Podríamos definir a la primera, utilizando las tesis del jurista alemán Hans Kelsen, en Teoría pura del derecho. En contraste, la segunda define al “iusnaturalismo”. El debate ha durado milenios. En las últimas décadas surgió un intento de sincretismo autocalificado como neopositivismo.
Epicteto, pensador estoico, expresó: “De todas las cosas existentes, algunas están en nuestro poder y otras no. En nuestro poder está el pensamiento, el impulso, la voluntad de conseguir y la de evitar. En una palabra, todo lo que es obra nuestra”. La idea, concebida en el segundo siglo de nuestra era, la retoma el teólogo protestante Reinhold Niebuhr en el siglo XX, en lo que se conoce como oración de la serenidad: “Dios, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia”. Martin Luther King expresó: “No anhelo leyes que hagan que los blancos me quieran, lo que quiero es que eviten que me linchen”.
De todo lo anterior se desprende la tarea del legislador. Definir lo que se puede hacer con el derecho; esto es, delimitar el ámbito jurídico. Esto lo entendieron los grandes juristas que hicieron una de las más relevantes hazañas de la humanidad: el derecho romano. Los estoicos insistían en el apego a lo natural, que en la Ilustración se identificó como lo racional.
En México tenemos un derecho expansivo e invasivo. Pretende regular todo y se sobreestiman sus alcances. Las reformas incorporadas en la época reciente han distorsionado totalmente nuestras normas. Por ello la necesidad de corregirlas, empezando por nuestra Carta Magna. La Constitución de Estados Unidos, con aportaciones legislativas trascendentales, tiene 8,300 palabras. Se elaboró en 1787 y se le agregaron diez enmiendas en 1791. Desde entonces se ha modificado en 17 ocasiones. La nuestra tiene cerca de 100 mil palabras, sin contar los transitorios. La actual legislatura la ha reformado 19 veces.
Se ha especulado mucho sobre los sustentos y principios que deben dar origen a las leyes. Creo que un ejercicio de simplificación es necesario. Ya hay antecedentes de aportaciones del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM.
A mi juicio, el estoicismo, que en tiempos recientes ha tenido un notable apogeo, es hoy una de las luces más eficaces para la reelaboración del sistema legal en las naciones que tienen la convicción de que la democracia liberal y el Estado de derecho son complementarios e inherentes. No pueden funcionar por separado.
¿Qué debe contener una constitución? Primeramente, una nítida exposición de motivos, realista y contundente en la definición de sus fines. Su articulado debe referirse a los derechos humanos y la división de Poderes. Los demás temas deben trasladarse a las leyes orgánicas. La juridicidad debe ser orientada por los valores de la persona humana, su dignidad y su libertad. Lo público y lo privado, lo federal y lo estatal debe ser deslindado sin ambages. Hay tema.