Inicio con una idea rimbombante. La presidenta Claudia Sheinbaum ha carecido (y carece) de una mirada profunda hacia sí misma para discernir sus deberes, le falta espiritualidad. No lo ha hecho, no por ser atea, sino por no ser política, profesión que exige conciencia crítica y actitud cotidiana de superación personal. Es una mezcla de estoicismo y pragmatismo; una tarea de cotejo de ideas y realidades.
Napoleón Bonaparte solía decir que cuando veas a tu enemigo cavar su tumba no lo interrumpas. No coincido por una sencilla razón, esa tumba también puede ser la nuestra, la de todos. Sheinbaum repudia a sus críticos. En lo personal, anhelo que haga un buen gobierno o, para ser realista, no tan malo como el de su antecesor.
Me iluminó la respuesta del papa Francisco a la pregunta de si quería llevar a cabo la reforma de la Iglesia católica. Respondió: “No, yo lo que quiero es poner a Cristo en el centro de la Iglesia. Luego será él quien haga las reformas”. La Presidenta tiene que poner en el centro de su gobierno a la justicia para que ésta sea “un fluido que circule por las fórmulas vacías de las leyes como la sangre por las venas” (Calamandrei).
El derecho mexicano no tiene vitalidad. Sus signos son débiles y en algunos casos está en estado de coma. Permitir que continúe el malhecho proceso para la selección de jueces mediante el voto popular es desahuciarlo. Así como se dio un giro en la economía para impulsar políticas neoliberales, en la impartición de justicia debe concebirse, no el cambio de leyes que una y otra vez han sido inútiles, sino en el factor humano, que es donde se concentran las fallas.
El proceso en curso, ni con mucha imaginación, puede considerarse el idóneo. Por el contrario, conducirá al Poder Judicial, ya de por sí deteriorado y desacreditado, a un desprestigio total. Simplemente, no podrá cumplir su función. Estamos padeciendo una “alienación jurídica” (Gargarella), es decir, leyes emanadas de procesos que se aprueban con esquizofrénicas prisas y con mayorías obsecuentes, sobornos y amenazas.
Hacer justicia demanda una reforma integral de todos los involucrados. Diagnósticos sobran. Bien sabemos que se ha carecido desde siempre de voluntad para combatir la impunidad que ya es rutina. Nuestros gobernantes consideran irresoluble el asunto, al igual que otras materias. Es el caso del sector educativo donde se opta por el simulacro, la apariencia y el ocultamiento, y la situación sigue en su ininterrumpida decadencia.
Se requiere mística, enganchar razón y pasión. Empezar desde la manera de enseñar el derecho, que no pasa de ser recetas para ganar pleitos e imbuir a los involucrados un gran coraje para que asuman con entereza la hazaña de cerrar la brecha entre lo legal y la justicia, entre la normatividad y la normalidad, entre las intenciones y los resultados.
El filósofo Luis Villoro hacía una buena recomendación: “El mal radica en la injusticia, a ella sólo puede enfrentársela por vía negativa. La injusticia, considerada como negación del bien común o como incumplimiento de normas universales (…) las teorías más en boga para fundamentar la justicia suelen partir de la idea de un consenso nacional entre sujetos iguales (…) en lugar de su ausencia (…) partir de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla”.
No seamos tan pretenciosos. Resolver en lo concreto los grandes desafíos y reclamos de los que sufren cruelmente las injusticias sería una gran hazaña. Dejemos de soñar con soluciones mágicas, holísticas. La gente exige respuestas concretas a sus problemas cotidianos.
Por lo pronto, lo inmediato es suspender esa farsa y no seguir siendo el hazmerreír de propios y extraños, la combinación abominable de lo cursi y lo ridículo.