Ya se ha dicho. Somos una clase política sin clase. Nuestra historia es un relato de proyectos truncados, de generaciones audaces y atrevidas al inicio, pero con poco coraje para perseverar. Al final, somos vehementes para lamentarnos.
Ortega y Gasset hablaba de coetáneos para referirse a quienes comparten una sensibilidad vital y un mismo horizonte de sentido, lo cual une en una visión común. Así se conforman las generaciones. En México ha habido quienes han estudiado el tema: Luis González y González, Jesús Silva Herzog, Daniel Cosío Villegas, Enrique Krauze, Javier Garciadiego, Guillermo Sheridan. Destaco algunas ideas.
Todos coinciden en señalar como la más brillante en nuestra historia a la liberal de la Reforma. Eran “rabiosamente independientes”, “parecían gigantes”. Creo que su acierto más destacado es haber tenido una idea precisa de qué hacer desde el poder. Deslindaban con claridad y sin ambivalencias qué le correspondía al Estado y a los particulares, confiando con optimismo en la potencialidad de las personas.
Al final del Porfiriato, ponderan con énfasis la gran influencia de la generación del Ateneo, asociación cultural severamente crítica del positivismo, pero con un vibrante humanismo para formar a quienes habrían de darle doctrina y sustento al sistema político engendrado por la Revolución Mexicana.
Ha habido parcialidad para juzgar a los políticos del viejo régimen. En este espacio he señalado sus aportaciones. Insisto en dos de ellas: fueron eficaces operadores políticos y se esmeraban en respetar el escalafón; había cierto profesionalismo con su correspondiente meritocracia. De otra manera, no se explica el largo periodo de estabilidad, gobernanza y desarrollo económico. Hay que reconocerle, además, que propició la transición a la democracia.
Me refiero a mi generación (a punto de extinguirse), conocida como baby boomers (1946-1964), marcada por el movimiento estudiantil de 1968. En pocos casos hay ejemplos de ser tan osadamente prometedora y tan realistamente incongruente. De sus figuras más prominentes, a riesgo de cometer injusticias, sólo se salvan Gilberto Guevara Niebla y Luis González de Alba. El desempeño en su conjunto me parece bastante mediocre.
A la generación de la transición democrática, perdón por mi crudeza, la mató su mezquindad y torpeza para alcanzar acuerdos y lograr un mínimo consenso. A diferencia de otras naciones, la ideologización impidió las necesarias coincidencias para concretar los cambios.
Tres resabios del marxismo han hecho enorme daño para lograr avances, y aún permanecen en el núcleo del pensamiento de lo que se autodenomina “izquierda”: la lucha de clases, la dictadura del proletariado y el desprecio al Estado de derecho considerándolo como producto de la burguesía para proteger sus intereses y, por lo tanto, su permanente propuesta de violarlo sistemáticamente.
Nos guste o no, ya hay un periodo de nuestra historia denominado “obradorato”. Dados los últimos acontecimientos podríamos llamar a esta generación como la “desinhibida”; es decir, sin recato alguno. Están claros sus propósitos y son notables sus atropellos para concentrar el poder e imponer un sistema autoritario. Quien no quiera verlo es porque está involucrado en la maniobra y ha perdido su capacidad crítica, o bien los privilegios de los que disfruta le obligan a ser cómplice.
Confieso que soy pesimista y me siento un tanto amargado. Por mi experiencia académica y partidista, calificaría a las generaciones que están actuando o se están incorporando al quehacer político como “traficantes de influencias”. Los partidos hablan de abrirle las puertas a los jóvenes. ¿Quién les ha dicho que quieren entrar? El desdén por los asuntos sociales, la indiferencia, la indolencia y hasta la frivolidad forman parte del diagnóstico. Por ahí tenemos que empezar.