Partidos políticos (I)
El 3 de abril de 1968 se estrenó la película 2001: odisea del espacio de Stanley Kubrick. Fue considerada como “un hito por su estilo de comunicación visual”. Hay una escena de algo que seguramente sucedió hace 40 mil años: un personaje entre hombre y mono, denominado como Neanderthal por el lugar donde se encontraron sus restos, emparentado con el Homo Sapiens, toma con su mano un hueso o una piedra y empieza a golpear el suelo, descubriendo que había agregado, mediante un instrumento, una gran fuerza a su condición natural. Posteriormente, aparece al frente de un grupo luchando contra otro por el dominio de un territorio. Este antepasado debe haber sido el primer político de nuestra historia. Su gesto, al percibir su superioridad, emite un mensaje: “Aquí mando yo”.
Siglos después de aquel evento, otros inquietos congéneres, ante actos similares, empezaron a reunirse para conspirar contra quien concentraba poder y lo ejercía como le viniera en gana. Así surgieron las asambleas parlamentarias. En esas circunstancias, nuestros primitivos antecesores de más edad, al presenciar aquellas confrontaciones y por la consustancial necesidad de discutir, empezaron a diseñar reglas para que los conflictos se resolvieran razonablemente, emanando acuerdos.
Perdón por este osado ejercicio de imaginación para intentar explicar lo que es en los hechos la división de Poderes. Después vinieron las teorías a darle sustento doctrinario.
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Al debatir, unos querían conservar y otros querían cambiar, siguiendo notables pensadores que, ante una realidad que confiaban en que sería susceptible de moldear, diseñaban principios para lograrlo. Los grupos también se dividieron entre quienes defendían a los gobernantes y quienes encabezaban las protestas de los gobernados. Una discusión ineludible, sostenida (año 63 a. C.) entre Cicerón y un enemigo de la República, habla por sí sola: “¿Hasta cuándo, Catilina, vas a abusar de nuestra paciencia?”. Ese mismo reclamo, con diferente destinatario se ha repetido una y otra vez.
Por esa época surgieron dos embrionarias formaciones partidistas: los optimates que concentraban el poder y se consideraban superiores, y los populares que buscaban descentralizarlo. Unos encabezados por Sila, los otros por Mario.
Hasta donde mis pesquisas alcanzan, así más o menos fue avanzando la siempre persistente voluntad de llevar una armónica vida social sustentada en la justicia y la paz.
Doy un brinco a nuestra época. Unas semanas antes de tomar posesión, Andrés Manuel López Obrador, obviamente, con una más sofisticada logística, anunció la suspensión del aeropuerto de Texcoco alegando muchos pretextos. El mensaje es el mismo con el que inicié mi relato: “Aquí mando yo”. Eso también explica casi todas las decisiones que ha tomado desde la Presidencia.
A mi juicio, el bienestar de los pueblos depende del desempeño de las instituciones, principalmente, los parlamentos y los partidos políticos.
La institucionalidad ha sido uno de los conceptos estelares que ha venido conformándose en los tiempos recientes. Está emparentada con la legitimidad, la congruencia, la cultura cívica, el Estado de derecho, la lealtad, la disciplina, la gobernabilidad… Los mexicanos tenemos una arraigada aversión a la vida institucional. No nos gusta el orden y el acatamiento de las reglas.
Insisto, no estamos ante el retorno del viejo PRI. Efectivamente, se intenta imitar muchas de sus malas prácticas, pero se han olvidado algunas de sus cualidades. Aquel sistema se concibió como una solución transitoria, no definitiva; tuvo la habilidad de resolver conflictos, una doctrina qué defender y un cuidado por las formas. Incluso, a veces a regañadientes, estimuló la creación de una oposición que hiciera equilibrado el ejercicio del poder. Por algo se definió como institucional.
Hoy la situación es otra. Seguiré con el tema, sacudiendo la memoria y ejercitando la imaginación.