Connatural a su condición humana, en el siglo XIX la confrontación política fue entre liberales y conservadores. A principios del siglo XX se dio entre revolucionarios y reaccionarios; en la década de los cuarenta (derivada de los liderazgos de Vicente Lombardo Toledano y Manuel Gómez Morin), entre izquierdas y derechas que aún persiste.
Todas las clasificaciones nos vinieron de fuera. La última, de la Revolución Francesa. La izquierda quería limitar el poder del monarca, compartiéndolo con la asamblea parlamentaria, y la derecha se resistía a hacerlo.
Evidentemente, estas posiciones han evolucionado y no es posible calificarlas de congruentes, a grado tal que, a veces, es difícil distinguirlas, considerando además el oportunismo, la inconsistencia, los intereses, la simulación y la demagogia de nuestra clase política.
Cuando los partidos se convierten en gobierno, las teorías se diluyen y el espacio para tomar decisiones se estrecha. Ahí se dan los grandes virajes. Estamos presenciando uno de los más brutales y descarados.
El partido hegemónico (PRI) hábilmente evitaba una ubicación rígida. Propiciaba la confrontación de los otros contendientes y se presentaba como el buen conciliador, cuidando la estabilidad y la gobernabilidad.
Con el inicio de la transición a la democracia, la lucha se profundizó. La izquierda recogió la corriente nacionalista-estatista y la derecha se tornó más liberal, defendiendo a los particulares de la intromisión del Estado.
Los filósofos de la política identificaron a la izquierda con la lucha por la igualdad y la protección de los débiles frente a los poderosos. A la derecha la conceptualizaron con la economía de mercado, la competencia y la globalización. En México, el posicionamiento del partido en el poder era —y es en el discurso— machaconamente de izquierda. Sin embargo, sus decisiones ni remotamente lo reflejan.
No puedo concebir que sea de izquierda apoyar a Nicolás Maduro y a Miguel Díaz-Canel, que están sometiendo a los pueblos de Venezuela y Cuba a las más ignominiosas condiciones de vida y a la negación de los derechos humanos. No puedo explicarme cómo México se negó en la OEA a condenar al gobierno de Daniel Ortega en Nicaragua. Me parece contrario a la honrosa tradición de nuestra política exterior no haber sido suficientemente explícito en la defensa de la débil Ucrania frente a la invasión imperialista rusa. Se dio, a todas luces, una actitud intervencionista en Bolivia, Perú y Ecuador por defender a gobernantes involucrados en violaciones al Estado de derecho.
En 1967, Seymour Martin Lipset y Stein Rokkan, politólogos connotados, introdujeron a la ciencia política un término de gran relevancia: clivaje. En su clásico texto Sistema de partidos y alineamientos del voto, se refieren a este concepto para explicar las divisiones, disyunciones o disociaciones por razones ideológicas, religiosas, culturales, económicas o étnicas de un país, sociedad, grupo social, fuerza, movimiento o partido político.
Néstor Kirchner reconocía que autodefinirse como de izquierda permitía un cierto escudo de impunidad. Cualquier decisión o conducta se justifica sin mayor explicación. Hoy, esa estrategia se agotó.
Estamos, y muchos pensadores coinciden, ante un nuevo clivaje. La agenda del siglo XXI es diferente, se trata de preservar los principios fundamentales de la cultura occidental, los cuales deben sustentar tanto la política exterior, como la política interior a la que ya nos hemos referido en otros artículos.
El dilema para Claudia Sheinbaum es ineludible: o se hunde con la confusión esquizofrénica de López Obrador o se autodefine como una estadista responsable e independiente. Soslayar que tenemos tres mil 152 kilómetros de frontera con el país más poderoso del mundo, con cuya economía estamos irreversiblemente imbricados, es suicida. El desafío es inminente y perentorio. No permite dilación alguna.