Opinión

Sí, pero no

Por Juan José Rodríguez Prats

El efecto práctico de nuestro nacionalismo, que no se trata de mera imbecilidad, de pura incomprensión… que hay un plan premeditado y consciente de traición a México.


Tres anécdotas y una reflexión jurídica.

 

En marzo de 1992 era secretario de Gobierno de Tabasco. Cuauhtémoc Santana, importante funcionario de Pemex, me llamó para plantearme un problema de cierta gravedad y solicitar mi intervención para resolverlo. El pozo Samaria, el más productivo del estado, estaba tomado por un grupo de afectados exigiendo pagos por daños causados por la empresa. Me entrevisté con Andrés Manuel López Obrador, entonces líder del PRD en el estado, en su domicilio particular. Al solicitarle que desbloqueara el acceso a las instalaciones, me respondió con un rotundo no. El ahora Presidente alegaba que no se le había permitido a un miembro de su partido hablar en la ceremonia de toma de posesión del gobernador sustituto, Manuel Gurría Ordóñez, y que por ello no había posibilidad de entendimiento. Esta actitud me llevó a la conclusión de su alta peligrosidad y su negativa a percibir las consecuencias de sus decisiones.

En 2004, siendo presidente de la Comisión de Energía del Senado, me tocó acompañar al presidente Fox a una gira por Sonora. De regreso a la Ciudad de México, me pidió que le hablara de Roberto Madrazo y de López Obrador. Yo había contendido con los dos por la gubernatura de Tabasco en 1994.

Hablé dos horas. En broma, Diego Fernández de Cevallos me reclamó airadamente: “Por poco y dejas sin presidente a México. Me dicen que harto de escucharte, intentó abrir la escotilla para tirarse al vacío”. Inicié con dos observaciones: es muy fácil entenderse con ellos, a todo hay que decirles que sí. En caso de alguna desavenencia, el rompimiento es inminente. Solamente aceptan una relación de subordinación. La segunda fue la clara desventaja en que uno está en un conflicto con ellos. Le dije, “usted tiene variadas tareas, ellos se van a abocar con obsesión a dañarlo”.

PUBLICIDAD

En meses recientes platiqué con un perredista, seguidor arrepentido de López Obrador. Me comentó que en el partido lo conocían con el mote de “sí, pero no”. Aceptaba las reflexiones sobre un asunto a decidir, pero se hacía lo que él ordenaba.

Va la reflexión jurídica. Dos grandes juristas abordaron uno de los más controvertidos temas del siglo XX. Carlos Schmitt escribió El defensor de la Constitución y Hans Kelsen es autor de ¿Quién debe ser el defensor de la Constitución? Ambos tuvieron una relevante influencia en la elaboración de textos constitucionales: Schmitt en el de la República de Weimar (1919) y Kelsen en el de Austria (1920).

Schmitt negaba atribuciones al Poder Judicial y concentraba el poder en el gobierno y en la asamblea parlamentaria. El artículo 48, que hablaba de una situación de emergencia y las facultades extraordinarias concedidas al Ejecutivo mediante un ordenamiento denominado Ley habilitante y el decreto del incendio del Reichstag, que permitía la aprobación de leyes sin la participación del Parlamento. Esto significó, en 1933, el fin de la República y el arribo al poder de Hitler. El filósofo del derecho, autor también del concepto de lo político derivado de la situación amigo-enemigo, se convirtió en asesor del gobierno nazi, recibiendo el rechazo y repudio de su gremio después de la Segunda Guerra Mundial.

Kelsen, en tanto, con un arraigado compromiso con la democracia, introdujo la figura del tribunal constitucional, origen del control jurisdiccional, y, posteriormente, del derecho procesal constitucional que ha cundido en el Estado de derecho.

México se adhirió mediante un largo proceso, siendo definitivo en el gobierno del presidente Zedillo, a darle a la Suprema Corte el papel de tribunal constitucional.

El Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM publicó en estos días un análisis profesional y objetivo de cómo las reformas presentadas el pasado 5 de febrero pretenden anular lo que ha demostrado funcionar.

Ojalá pueda impedirse.