Esta idea, a mi juicio, está hermanada con lo que, en medio de un debate, expresó el también filósofo Luis Villoro: “Todo conocimiento es frívolo comparado con una conducta íntegra”.
Brinco temerariamente a una reflexión personal. Nunca dudé de mi vocación política, por eso tomé la decisión de estudiar Derecho. La política tiene una ambigüedad intrínseca, es la lucha por tener poder —su lado más siniestro—, pero también es la forma de ejercerlo que le da una dosis de deber. Por lo tanto, podríamos aventurarnos a decir que la ciencia política y la ciencia jurídica tienen como género próximo el poder. Ambas están imbricadas por la ética. Manuel García Morente dice: “Son los términos que los lógicos llaman correlativos, la relación consiste en que no puede existir el uno sin el otro ni el otro sin el uno”.
Desde los clásicos estudiosos de la forma de organizar a la sociedad, aprendí también que “es incorrecto explicar el orden jurídico en función del Estado porque el Estado es una creación del derecho”.
Perdón por este vanidoso ejercicio de erudición. Lo hago para abordar el tema de nuestro tiempo: entender que la necesidad de normatividad y su observancia es parte de la condición humana. Sin ese ingrediente se vive en la barbarie y, por lo tanto, en el desorden.
Hay dos tipos de derecho dentro de las muchas clasificaciones: el consuetudinario y el deliberado. El primero es un producto de la evolución cultural de un pueblo, mientras que el segundo es consecuencia de lo que el legislador propone. Desafortunadamente, el anhelo de cambiar la realidad con cierta prisa nos hace incurrir en hacer leyes inservibles o inocuas. Mi experiencia es que la eficacia de los códigos depende mucho más de la fuerza normativa de los hechos que de la voluntad de los representantes populares.
Hoy México vive una peligrosísima confrontación entre derecho y política. Se concibe a la ley como un estorbo y se busca la forma de soslayarla y evitar su cumplimiento. Las consecuencias pueden ser catastróficas.
En la década de los noventa del siglo pasado, se escribieron tres libros memorables: La tercera ola, la democratización a finales del siglo XX y El choque de las civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial de Samuel Huntington y El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama. Provocaron grandes debates, una confrontación entre los demasiado optimistas y los catastrofistas.
Veámoslos al paso de los años. Sí hubo una ola de la democracia, que inició en Portugal (1974) con la Revolución de los Claveles, pero me parece que terminó con el triunfo de Hugo Chávez en Venezuela (1999). La alternancia en México (2000) fue uno de sus últimos destellos. La historia no terminó con la caída del Muro de Berlín ni con la síntesis exitosa de la democracia liberal y la economía social de mercado. Desgraciadamente, vivimos de nuevo la amenaza de las más viejas querellas de la humanidad, originadas en creencias religiosas imbricadas en la política.
Nos entusiasmaron algunos destellos como la elaboración frustrada de la Constitución europea (2004) y la efímera primavera árabe (2010), así como la disminución de la pobreza que se vio desvanecida por la profunda y aberrante desigualdad.
Los avances tecnológicos rebasaron nuestra capacidad de asombro y las formas perversas de su uso distorsionaron nuestra cohesión social. Surgieron temas atemorizantes como el cambio climático, el crecimiento incontrolable del crimen organizado, las corrientes migratorias, los temas de la geopolítica y la demografía y las inefables enfermedades contagiosas.
Muchos insisten en que la más remota batalla sigue vigente: autocracia contra democracia. Los acontecimientos de los últimos años en México son los peores de nuestra historia. Nuevamente siento que le atiné al haber estudiado derecho para hacer política. Hoy, el desafío sigue siendo el mismo: una Constitución —lo que de ella emana— no como proyecto, sino como norma jurídica.