La historia tiene una forma peculiar de repetirse, aunque con acentos distintos. Lo que en Sicilia se conoce como pizzo, en México lo llamamos “pago de piso”. Dos términos, dos realidades geográficas, pero una misma tragedia: la extorsión como método de control, la violencia como lenguaje cotidiano y el miedo como moneda de cambio. Italia y México comparten un espejo incómodo, donde la delincuencia organizada impone sus reglas por encima del Estado y la justicia.
El pizzo, impuesto por la mafia siciliana desde hace décadas, no es solo un acto delictivo, sino una declaración de poder. Consiste en que los comerciantes, empresarios o incluso pequeños dueños de tiendas, paguen una cuota periódica a las mafias a cambio de “protección”, que en realidad significa pagar para que no los ataquen. Quien se niega, se arriesga a ver su local incendiado, a sufrir agresiones o a vivir en la ruina.
En México, el pago de piso se ha convertido en un monstruo que crece sin freno. Grupos criminales han sofisticado este mecanismo para extorsionar a comerciantes, agricultores, transportistas y hasta a trabajadores informales. Desde un tianguis hasta una constructora, nadie parece
La gran diferencia entre el pizzo y el pago de piso no está en el método, sino en la respuesta del Estado. En Italia, tras décadas de lucha y sangre, surgieron movimientos como Addiopizzo, una red ciudadana de comerciantes que se atrevieron a decir “no” a la mafia y que, con apoyo de la sociedad civil y ciertas autoridades judiciales, comenzaron a combatir la extorsión de forma articulada y valiente.
En México, en cambio, el pago de piso ha sido normalizado. Las denuncias no prosperan, los agresores son rara vez detenidos y las víctimas —cuando sobreviven— no reciben protección. Lo más alarmante es que en muchas regiones, las propias autoridades están coludidas con los grupos delictivos. El crimen se vuelve institucionalizado, y el ciudadano queda completamente a merced del chantaje.
Mientras en Italia se han hecho películas, documentales y movimientos sociales para visibilizar la lucha contra el pizzo, en México el miedo es tan profundo que los afectados prefieren callar. Aquí no hay “Addiopizzo”, y si lo hay, es clandestino, marginal y desprotegido.
El problema va más allá del dinero: lo que está en juego es la libertad. Cuando un comerciante paga por poder vender, cuando un agricultor paga por poder sembrar, cuando una mujer tiene que cerrar su negocio por miedo a que le cobren “derecho de piso”, ya no estamos hablando solo de extorsión, estamos hablando de
esclavitud moderna. De un país secuestrado por bandas que han reemplazado al Estado como autoridad efectiva.
El pizzo y el pago de piso son síntomas de lo mismo: la ausencia de justicia, la descomposición institucional, la impunidad como norma. Y mientras tanto, quienes deberían proteger, pactan o miran hacia otro lado.
Italia ha demostrado que la resistencia es posible. Que aunque cueste, aunque haya miedo, la organización civil puede hacer temblar a los poderes oscuros. México necesita su propio Addiopizzo. Necesita ciudadanos valientes, medios de comunicación comprometidos y un sistema judicial que deje de ser rehén del crimen.
Comparar ambos contextos no es un ejercicio académico: es una alerta. Lo que Italia ha vivido, México lo está viviendo a una escala aún más brutal. Y si no aprendemos de esa historia, corremos el riesgo de que el “pago de piso” se vuelva una parte aceptada —incluso esperada— de la vida económica y social.
Y cuando eso pase, ya no será solo extorsión. Será resignación. Será derrota. Y eso, como sociedad, no nos lo podemos permitir.