–Patricia, ¿cómo va esa frase de que cuando no hay dinero el amor sale por la ventana?
–No me acuerdo, pero va más o menos así, ¿no? O por lo menos, esa es la idea, ¿por?
–Pues porque creo que no tardamos en cantar a ese son.
–¡No seas payaso!
–No lo niegues. ¿Quién puede aguantar esta pinche rancha tan nefasta? Un día, al llegar a casa, no voy a encontrar ni hijos, ni vieja.
–¡Qué negativo! Vamos a salir juntos de ésta, ya lo verás.
–Tenemos meses así y ya estoy hasta el cuello de deudas.
Joaquín dijo estas últimas palabras mientras salía de casa. La discusión se repetía durante el desayuno, las comidas y remataba peor en la cama ya con la carga de un día más de nubarrones.
Subió a su Datsun 74 y a duras penas encendió. ¿En qué momento se estropeó la maldita suerte? Todo iba tan bien.
Quitó el desarmador con el que detenía la ventana y ésta cayó de golpe hasta la mitad. Prendió un cigarrillo y dejó que el humo corriera por cada pared de sus pulmones. Recién había regresado al vicio después de 4 años de añorarlo peor que a la novia más querida; y, además, qué más daba, en estos momentos cualquier taquicardia era buena para bajar el estrés.
Al llegar a su negocio, se detuvo en el pórtico y lo que vio lo deprimió aún más: sólo quedaban tres empleados y ahora, más que una ayuda, se habían transformado en unos buitres que merodeaban en busca de la caída final para devorar la carroña de una jugosa liquidación.
–Buenos días, Josefina.
–Buenos días, señor.
Ya ni caso tenía pedirle las llamadas; semanas atrás no sonaba el teléfono.
Josefina entró a su oficina y depositó la correspondencia sobre su escritorio.
–Son puros cobros. Y no se moleste en prender su computadora porque ya hasta el Internet cortaron.
Joaquín se quedó observando a su secretaria: el tono burlón se regodeaba sosteniendo la mano en la cintura mientras la pierna se mecía en subibaja. Ni su mujer se le ponía en tales jarras.
–¿Ya terminó?
Josefina clavó la mirada en la punta de su zapato café, por supuesto mal boleado, y fue subiendo con el cuidado de no estacionarse en el bulto para que no la malinterpretara y el castigo de su ironía chicoteara fúrico. Aquel hombre, al que en algún instante trató de “don”, el mismo empresario respetable que mirando su lado amable resultaba hasta atractivo, ahora, segurito, no traía ni para el motel. Pobre, pobre diablo, ¿hasta donde podría caer la gente? Josefina meneó las gordas caderas y azotó la puerta.
Al quedarse solo, Joaquín entró de nuevo en depresión. En efecto, las cartas traían solo malas nuevas. La manecilla chica de su reloj Citizen parecía no querer salir del número once; el ocio lo hizo seguir a la grande mientras se
paseaba del dos al tres, del cuatro al cinco, hasta tropezarse con un dormilón seis, que con un bostezo anuncio las once treinta. Desesperado, abandonó su oficina y se fue directo al cajero automático. El saldo de su tarjeta Banamex, eructó trescientos pesos, ni un céntimo más. Apenas y para las medicinas de su hijo Ignacio. Subió al auto y se dirigió a una farmacia de genéricos que, aunque le quedaba más lejos, economizaría la cuenta; sin embargo, varias calles antes de llegar, el carro le falló. La afinación, tan olvidada, descuidada, ignorada, terminó por indignarse, ¿quién no? Y le hizo un berrinche de varios jalones para que las mil mañas de Joaquín ni siquiera supieran si se trataba de una bujía o si se había ahogado; para asegurarse de humillarlo, el marcador de gasolina bailaba reguetón de un lado a otro.
Joaquín se bajó en medio del tráfico y aprovechando la oportunidad de poder empujar el Datsun por la ventanilla vencida, lo orilló en la primera calle que encontró.
Las gotas de sudor corrían presurosas, ninguna se quería quedar atrás. Joaquín se aflojó la corbata, ¿qué necesidad de pelearse también con ellas? Recargó la cabeza en el techo del auto y al levantarla, leyó en la marquesina del negocio de en frente “Cantina El porvenir”.
–Ya estará de más… –apuntó, expulsando un manojo de gotas de su frente.
–Todavía no hay servicio, mi estimado, –le dijo el joven que paseaba el apestoso trapeador.
–¿Pues a qué hora abren aquí?
–A las doce.
–¿Y a poco no me pueden servir, aunque sea una cerveza? Ya sólo faltan diez minutos.
Y sí, llegó una Corona bien fría que al tercer sorbo ya traía por los suelos el ánimo de Joaquín.
–Oye, camarada, ya doblaron las campanas, ¿ahora si me traes un fuerte, o qué?
–Como usted dice, ya partió el día, ¿a cuál matamos?
–Ese tequila, –pronunció señalando la repisa de vidrio de la cantina–, el blanco.
–Vale dos cincuenta, ¿está bien?
–Dale.
–¿Con qué se lo acompaño? Incluye ocho refrescos.
-No. Dámelo derechito. Pero ya tráemelo. Tú más bien pareces de la PGR, ya párale al interrogatorio y movidito, ¿no?
Aunque el viejo Citizen marcaba apenas las doce cincuenta, en realidad ya era la una y cuarto cuando la gente comenzó a llegar. Las penas de Joaquín, fieles a la causa, se fueron acomodando en las sillas, la mesa, los cajoncitos de la parte alta de las patas donde se ponen los vasos y hasta en los espacios reservados para las fichas de dominó, prestos para pegarle al tequila y acribillar a su víctima, faltaba más.
Muy cerca de él, un elegante tipo que se hacía acompañar de dos individuos pidió un brandy Torres 10. Joaquín arrastró su borrosa visión disfrutando del delicioso lino azul marino de su traje; se deslumbró con las gruesas cadenas de oro y de plano no soportó el resplandeciente reloj Bvlgari. Ese mismo modelo rectangular lo acababa de ver en el aparador de una joyería y el muy pendejo pensó que costaba 4,300 pesos, cuando era evidente que se trataba de dólares.
Volvió a agachar la cabeza sumido en su dolor, riéndose de sí mismo, hasta que una voz lo sacudió:
–Disculpe, amigo, ¿le puedo invitar un trago?
Vaya que hay días extraños, pensó Joaquín, era “el Bvlgari”. ¿Por qué putas tendría interés en convidarme un alcohol a mí, un tipo que parece maniquí de Palacio de Hierro?
–¿Me habla a mí?
“El Bvlgari” le sonrió. –Claro, ¿qué hay de extraño en que dos hombres echen un trago juntos en “El porvenir”? Además, hoy por ti, mañana por mí, ¿no crees?
–No me gustan los refranes… es más, se me olvidan… ¿usted se sabe ese de que el dinero no entra a la casa y entonces el amor corre por la ventana?
–Lo he oído, ¿por qué?
–Porque a mí ya me cargó la bruja y tal parece que ese verso no tarda en ser parte de mi vida.
–No me diga…
Joaquín escupió al piso de “El porvenir” cada trozo de su vida. “El Bvlgari” escuchó parte por parte con atención. Su fino olfato, una vez más no se había equivocado, Joaquín era el perfil de hombre que necesitaba. Derrotado pero maduro. Fracasado y dispuesto a todo. Y lo mejor, su estampa, con un bañito y ropa decente, disimularía el hambre. Bien, muy bien. Aprobado.
–¡Chino! –Llamó al mesero–, sírvele un Torres aquí a mi cuate.
–Qué Joaquín, ¿de veras crees que tus broncas no tienen solución?
–Ya toqué fondo viejo, en serio, estoy en la lona. Caí en el pozo más profundo.
–Todo tiene arreglo. Salud. A ver, ¿cómo te caerían cinco mil del águila?
–No, pues de lujo… ¿a quién hay que matar? –En circunstancias normales Joaquín hubiera reído tras esta frase, pero ahora guardó un silencio resignado, un silencio sincero, un silencio delator.
–¡Qué pasó? Sólo se trata de una entreguita sencilla. Y si todo va bien, pues habrá más.
Para el tamaño del broncón de Joaquín, las palabras de “el Bvlgari” fueron más que música, sin embargo y a pesar de que ya se había gastado hasta lo de las medicinas de Ignacio, contestó:
–Entonces de qué se trata, ¿es droga, o qué?
–¡Jajaja! –Estalló la risa falsa de “el Bvlgari” –. ¿Drogas? No mano, ¡qué ocurrencia! Es algo mucho más tranquilo y pensé que tú, porque tienes categoría, no eres un pelele al que nadie le creería… podrías llevarle una lanita a un funcionario del gobierno…
–¡Ah, bueno! Eso es otro cantar… y ¿qué? ¿Cómo a qué horas sería eso?
–Nos vemos aquí, a las doce –dijo “el Bvlgari” retirándose y llevando en una mano su Torres 10 y en la otra su hermoso reloj.
Joaquín se quedó nuevamente frente a la botella de tequila, la hizo a un lado y salió feliz de “El porvenir”. Qué ironía, haber llegado en tan deplorable estado y salir siendo otro hombre. Caminó por las calles oscuras, ya casi vacías de transeúntes, y de pronto se encontró tarareando: qué bonito amor / que bonito cielo…” y como una aparición divina, comprendió el porqué de su felicidad: ¡Qué tipo tan idiota! Soltó sonora carcajada y volteando la vista al otro extremo de la acera, donde la marquesina de “El porvenir” presumía sus focos fundidos, grito: ¡Gracias “Bvlgari”, pero estás bien pendejo!
Joaquín jamás, por nada del mundo, arriesgaría todo lo que poseía en ese preciso instante: su integridad de hombre, su familia, su honestidad, sus principios. Era un hombre libre, tal y como lo atestiguaba el viento gélido al revolotearle el cabello de un lado a otro. “El Bvlgari”, el podrido “Bvlgari”, había sido la prueba más fehaciente de que con seguridad, mañana, muy tempranito, encontraría más de una salida correcta para este caprichoso laberinto en que a la vida le vino en gana colocarlo. No necesitaba una vibora ponzoñosa enredada en su pescuezo por más dinero que eso significara. No señor.
Al llegar a casa y meterse en la cama, la tibieza del cuerpo de Patricia, lo llenaba todo.
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