Amada familia:
Hoy he decidido morir. Mi vida es un absurdo. Sólo Dios sabe cuanto tiempo llevo postrado en esta cama en la que cada día voy dejando trozos de mí entre las sábanas. No tiene ningún caso seguir adelante. Tú sabes, querida Silvia, que como esposo no soy más que una inmensa carga que no mereces sufrir más.
Este dolor por Andrés, nuestro Andrés, asesinado en esa aberrante guerra entre los Estados Unidos y Bin Laden... ¡¿Qué tenías que hacer ahí, hijo mío?! Peleando por una querella, por un país, por unos ideales, por una causa, que no te corresponden. Ay Andresito, ¡qué temprano te me fuiste! Eras tan sólo un niño cuando saliste de casa, ¡catorce años! Por José, el hijo del herrero, supe que casi te ahogas cruzando el Río Bravo. Si vieras que vacío se siente el no haberte despedido y el no tener ni siquiera un cuerpo que enterrar. Los gringos te enviaron a mí, convertido en un número y una medalla de honor. ¡Qué espanto! Te equivocaste de batalla, al igual que yo, que nunca pude darte lo necesario para que no te fueras.
Ahora soy yo el que se marcha, ya nada tengo que hacer aquí. Las palabras se me escapan. Vuelan como mis hermanos, mis amigos, se van hasta perderse en el horizonte y mientras más se alejan, más silentes van en su despido.
Hoy voy a morir y a ti, Silvia, te libero de estos 52 años de yugo. Juro que no volveré a molestarte más.
Hasta nunca, (firma) Filiberto Rayón.
–¡Joven Pedro! ¡Joven Pedro! ¡Córrale que algo le pasa a su papá! –Gritó Juana.
Al entrar Pedro a la habitación detuvo el paso y su rostro quedó petrificado al ver a su madre cerrando los ojos de don Filiberto.
–¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué ha pasado? Mi padre... ¿ha muerto?
Doña Carlota, aprisionando contra su regazo a su hijo, le respondió:
–Si hijo, tu padre ha fallecido. Ten, dejó esta carta. Entérate por ti mismo.
–Pedro la leyó de inmediato e intrigado, con mucha confusión, sin entender lo que su padre había escrito, cuestionó a su madre:
–Pero, ¿qué es esto? ¿De qué está hablando? ¿Quiénes son Silvia y Andrés? ¡Mi papá se suicidó!
Doña Carlota asintió con la cabeza: –Sí Pedro, tu papá se acaba de tragar el bote completo de pastillas.
–¡No puede ser! –dijo sollozando y continuó–, ¿y quién es la mujer y el tal Andrés, el hijo que menciona en esta carta?
Titubeante, con los ojos arrugados, viendo más allá de la ventana, rebosando de celos y coraje, mintió:
–No deben ser nadie. El Alzheimer ya estaba muy avanzado y tu padre vivía en otra realidad. De un tiempo para acá, todo lo que decía era ficticio. Hasta mi nombre llegó a olvidar. Yo que lo cuide más de la mitad de su vida.
–Ay, mamá... ¿ahora que vamos a hacer?
–Anda, hijo. Sé fuerte. Llama a tu tío José Alfredo y a tus hermanos. Diles que vengan cuanto antes.
Al salir Pedro del cuarto, doña Carlota acercó su oído a la boca de don Filiberto y sintió como todavía respiraba, casi imperceptiblemente. Quizá podría aún salvarlo, pero esta vez no volvería a llevarle la contraria. Él siempre le había ordenado que respetara sus decisiones y eso era exactamente lo que pensaba hacer.
Finalmente, doña Carlota confirmaba el secreto de su doble vida; pero qué le iba ya a importar a Filiberto si a la mujer a la que le dedicaba esa mirada llena de amor, de bondad, de infinito agradecimiento era a Silvia, a quien veía a través de los ojos de Carlota. Silvia, la mujer que tanto amó y a la que aferrado a su mano, ahora le daba el valor suficiente para exhalar el último suspiro.
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