Los mexicanos hemos sido bombardeados inmisericordemente por misiles de verborrea legislativa. El ambiente ha sido propicio para las ocurrencias, las propuestas falaces y la banalidad del discurso sin argumentos. El derecho como herramienta de demagogia.
Es espeluznante el contraste de lo que se dice desde la intelectualidad y desde el poder, no hay espacio para el encuentro. Juzgue usted el veredicto de dos connotados analistas. Diego Valadés: “Se ha iniciado la era posconstitucional”. Jesús Silva-Herzog Márquez: “2024 será recordado por el año en que perdimos la Constitución”. En el otro extremo, la presidenta Claudia Sheinbaum dijo: “Fíjense lo que ocurrió estos tres meses y medio en nuestro país, recuperamos el sentido social, el sentido patriótico de nuestra Constitución”. ¿Así que cambiando normas se alcanzan esos fines? Como diría el clásico, “¡Ternurita!”. Es deprimente la persistencia de darle a nuestra Carta Magna la potencialidad del fetiche. Si en eso estriba la Cuarta Transformación, en unos meses más vamos a necesitar una carretilla para cargar nuestra ley suprema.
Hagamos un repaso de principios elementales. Las leyes son teoría en tanto no dan resultados. Deben ser orientadas con valores que se han venido decantando por siglos de ensayos, con errores y aciertos. En los últimos tiempos hay una enorme ebullición en la cultura jurídica. En todas las naciones hay casos que han cuestionado a la sociología y a la filosofía del derecho y a otras disciplinas en busca de ideas rectoras para aclarar la confusión que nos angustia.
Hace más de dos mil 400 años, Sófocles expresó lo que para mí ha sido una gran verdad suficientemente reiterada por los hechos y por todos los pensadores que han arribado a un consenso: sobre las órdenes del gobernante hay un derecho superior que ha recibido diversas denominaciones, pero que es indubitable, derecho natural, sentido común, principios pétreos. Lo definió Justiniano hace mil 500 años: “La ley verdadera es la recta razón de conformidad con la naturaleza y tiene una aplicación universal, inmutable y perenne, mediante sus mandamientos nos insta a obrar debidamente y mediante sus prohibiciones, nos evita obrar el mal”.
Con atrevida audacia, enuncio tres ideas cumbre que deben orientarnos en todas nuestras decisiones: libertad, juridicidad y fraternidad.
Las coincidencias al ponderar la libertad como la mayor preeminencia son cada vez más contundentes. Todo lo que intente limitarla debe tener justificación. El peor enemigo de la libertad han sido el poder político, el poder ideológico y el poder económico. El más peligroso es el primero. Para ejercer la libertad se insiste en dos acompañamientos imprescindibles: responsabilidades y solidaridad. En la lectura de Thomas Mann encontré una reflexión de obligada transcripción: “La libertad es la ley del amor humano, no el nihilismo ni el resentimiento”. El derecho mexicano ha atropellado al ciudadano en su dignidad cercando absurdamente su albedrío. Ahora lo intenta con mayor empeño.
La única igualdad a la que podemos aspirar es ante la ley. Por eso utilizo un término que debe ser la baza para medir nuestro Estado de derecho: juridicidad, de tres raíces etimológicas: jus, derecho; dici: decir; itat: cualidad. La RAE la define como: “Tendencia o criterio favorable al predominio de las soluciones de estricto derecho”. Es lo contrario a la discrecionalidad, al comportamiento del funcionario público orientado por su propio criterio. Padecemos una grave falencia de juridicidad. Superarla implica arraigar una cultura de lo legal. La justicia es un ideal, la juridicidad es el medio para alcanzarla.
Sin fraternidad no hay política. Exige una buena dosis de estoicismo. Acudo de nuevo a Thomas Mann: “El humanismo también es política, también es rebelión contra todo cuanto mancilla y deshonra la idea de humanidad”.