Opinión

La decencia

Por Juan José Rodríguez Prats

Un político profesional nunca evade la oportunidad de asumir un liderazgo


Un político profesional nunca evade la oportunidad de asumir un liderazgo. No es ambición desbordada, es el deber de servir. Los deberes no se cuestionan, se cumplen. Es un bien que obliga, expresaba reiteradamente el maestro Juan de Dios Castro. Actualmente, una verdad nos atribula: el mundo y México viven una patética crisis política causada por una pérdida de eticidad.

Acudo a un experimentado hombre de Estado, Tony Blair: “En la política de hoy día las presiones son tan intensas, las críticas tan brutales y el encono tan arbitrario, que corremos el grave riesgo de crear una situación en la que las personas ‘normales’ sean propensas a marcharse dejando su lugar a personas patológicamente ambiciosas y un tanto excéntricas”.

No se puede hacer democracia sin política y no se puede hacer política sin decencia. Ser decente es hacer lo debido. Comportarse con decoro, que implica tener honor y cuidado de la conducta de uno mismo. Consiste en tratar al prójimo como nos gustaría que nos trataran a nosotros.

Obvio es decir que nuestra vida pública tiene un notorio déficit de decencia. Basta asomarse a las famosas mañaneras o a las sesiones de nuestras asambleas legislativas para confirmarlo. Carecemos de un auténtico ambiente parlamentario. La posibilidad de entendimiento está debilitada.

Hace muchos lustros la comunicación entre sí de la clase política y con la ciudadanía está pervertida. Se asomó en el periodo conocido como el PRIAN, pero ha sido ignominiosamente estigmatizada. Ni siquiera coincidimos en las reglas básicas para disputar el acceso al poder. Nuestro derecho electoral, consecuencia de intereses partidistas, es una maleza de entresijos. Como bien lo dice Juan Rico y Amat en su divertido Diccionario de los políticos, hemos hecho de la política “un insondable maremágnum donde corren el riesgo de anegarse las sociedades modernas”. No hay de otra. Necesitamos de la decencia, que es esencialmente honestidad, trato amable, respeto a la verdad y a sus consecuencias. Humanismo, pues.

Describamos nuestra sucia realidad. No intento victimizarme ni hacer señalamientos. Es una obligación dar a conocer a la opinión pública lo que acontece en la lucha por el poder. En 1994, Andrés Manuel López Obrador y un servidor fuimos candidatos a la gubernatura de Tabasco. Ambos sufrimos el avasallamiento de lo que en ese entonces considerábamos la más primitiva y deprimente práctica de la manipulación de la voluntad ciudadana.

Hoy vivimos, por mucho, una de la más deplorable degradación de las más elementales normas éticas y legales en el proceso electoral. Nunca como en la actualidad el derroche de recursos ha sido tan ostentoso. Tan sólo con la propaganda que llega hasta el último rincón de nuestro territorio se han rebasado los topes fijados por las autoridades.

Aquellos tiempos en que las señoras preparaban tortas y se trazaban rutas para conducir a quienes participaban en el cuidado de casillas son suspiros nostálgicos. Hoy esas tareas están expuestas a subasta.

López Obrador nunca fue diputado ni senador. Eso sí, ha mandado al Congreso a personajes totalmente alejados del perfil de representante popular. Para él, las funciones del Poder Legislativo son totalmente inocuas. Ésa es la razón del llamado a votar sin discernimiento alguno por todos los candidatos del partido en el poder. El propósito no es convencer con ideas, sino aplastar cuantitativamente a la oposición. Hay que evitar, piensan ellos, la integración de órganos colegiados que vigilen el desempeño del Poder Ejecutivo y la observancia de la ley.

En resumen. Nos abruman los contundentes números que indican el fracaso de las políticas públicas. Hay un daño casi intangible (el más grave), el daño espiritual a los mexicanos cercenados en su conciencia para resolver el eterno dilema de lo bueno o lo malo.

Enorme desafío reconstituir la decencia para reconciliar a los mexicanos.