Opinión

Nuestra clase política

Por Juan José Rodríguez Prats

A nuestra clase política la alcanzó el “principio de Peter”, es decir, ha llegado a su nivel de incompetencia.


A nuestra clase política la alcanzó el “principio de Peter”, es decir, ha llegado a su nivel de incompetencia. En 1969, Laurence J. Peter, recogiendo una larga experiencia en ciencias de la educación, reflexionaba: “En una jerarquía, todo empleado tiende a ascender hasta su nivel de incompetencia: la nata sube hasta cortarse”.

En la antigua Grecia se hablaba de la hibris, que puede traducirse como arrogancia, desmesura del orgullo. Se repetía un conocido proverbio: “Aquel al que los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”. Los emperadores romanos, para atemperar sus afanes mesiánicos, se acompañaban siempre de alguien cuya única tarea era recordarles que eran humanos. Tres pensadores (Cicerón, Séneca y Marco Aurelio), con fuerte influencia del estoicismo, insistían en las virtudes inherentes de los hombres destacados para evitar sus desmanes. 

Como una referencia obligada, evoco una expresión de don Adolfo Ruiz Cortines: “Cuando uno se equivoca en la elección de una persona, se generan tres consecuencias: se daña a la institución al deteriorarse el cumplimiento de sus obligaciones, se daña a la persona, pues al percibirse incompetente, entra en una crisis de identidad y sus ineficiencias se acentúan; por último, se pierde al amigo al tener que relevarlo en el cargo”. Por eso Ortega y Gasset sugería: “Todos los empleados públicos deberían descender a su grado inmediato inferior, porque han sido ascendidos hasta volverse incompetentes”.

Todas las naciones tienen una clase política; es decir, profesionales, dedicados a obtener y ejercer el poder público. Cada una tiene una manera específica de practicar el oficio. La cultura de cada pueblo determina sus características. Para decirlo pronto, tenemos desde siempre una elite que nos ha gobernado con usos, costumbres, tradiciones y principios acuñados en nuestro devenir histórico. Hay, pues, una mexicanidad política.

Se dice que hay muchos tipos de inteligencia, desde la espiritual hasta la concreta. Es en esta última es donde hemos sido palpablemente deficitarios, por eso nuestros niveles de incompetencia. En 1941, Robert Heinlein acuñó un concepto, antecedente del principio de Peter, conocido como la “navaja de Hanlon”: “No atribuyas nunca a la malicia lo que se puede explicar adecuadamente con la estupidez. En otras palabras, no subestimes nunca el poder de la estupidez humana”.

Es más que evidente el derrumbe de la institucionalidad en todo el aparato gubernamental y en los tres órdenes de gobierno. Fallamos los políticos, sembramos promesas y cosechamos frustración. 

Ante este escenario surgen dos discursos que nos convocan a sus causas. Hay una idea en la que suelo insistir: no es lo mismo tener que decir algo a tener algo que decir. Es horrible el primer caso: puede uno “quedarse en Babia” y sólo repetir lugares comunes; permanecer en esquemas cerrados y no transmitir ningún mensaje. El segundo es exactamente lo contrario: se aportan datos, argumentos, se cotejan experiencias, se ofrecen soluciones. Eso está sucediendo con Xóchitl Gálvez y por eso está convenciendo. Tal parece que sigue la enseñanza de Rudyard Kipling: “Mantengo a seis hombres honrados/ que me enseñaron cuanto sé/ Se llaman qué y dónde y quién/ y cómo y cuándo y por qué”.

El discurso ha dado un giro y Xóchitl lo ha captado. La gente está harta de consideraciones, digamos esotéricas o baladíes, o bien ostentosamente falsas. Las reflexiones ideológicas tienen un terrible tufo de agotamiento, así se trate del otrora cuasi sagrado nacionalismo revolucionario.

Los políticos tenemos que recuperar la confiabilidad. Los argumentos de una ingeniera resultan ser más eficaces que los antiguos rollos masacrados por nuestras incongruencias. Si no percibimos que la agenda global y nacional ha cambiado y que debemos superar la más profunda brecha generacional de los últimos tiempos, seguiremos predicando en el desierto.