México está mal, el año próximo estará peor. La democracia, fundamentalmente, consiste en cambiar de manera pacífica los gobiernos, en contar las cabezas sin romperlas, como insistentemente se ha dicho. Nuestro ensayo de democracia ha propiciado en el último cuarto de siglo tres alternancias en el gobierno federal. Muchos creemos que es necesaria una cuarta (pero buena).
Hace más de 2,400 años, el historiador Tucídides transcribió un discurso de Pericles al final de las guerras del Peloponeso: “Tenemos una forma de gobierno que se denomina democracia. En ella, a pesar de que existe igualdad entre todos los hombres en cuanto a la ley para resolver sus controversias particulares, a la hora de otorgar privilegios un hombre es preferido a otro para ocupar un cargo público en función de la reputación, no de su casa, sino de sus virtudes, y no es descartado por el hecho de ser pobre o de tratarse de una persona desconocida, siempre y cuando pueda prestar un servicio adecuado a la comunidad”.
Celebro que la oposición haya decidido —desafortunadamente no por unanimidad— ir con un candidato único a la Presidencia de la República. Aspirar a un cargo de tanta responsabilidad y ante un reto mayúsculo, demanda una reflexión ética de retrospección y análisis para percibirse como el idóneo. En otras palabras, para cotejar cualidades y defectos con las exigencias que el perfil del cargo requiere.
Celebro igualmente que haya una larga lista de políticos que se asumen como los indicados. Me unen lazos de afecto con la mayoría de ellos y, desde luego, conozco la trayectoria de todos. Por ello me atrevo a hacer un personalísimo ejercicio ciudadano, procurando la mayor objetividad y sin preferencias partidistas. Los dos precandidatos mejor acreditados, por las razones que a continuación expongo, son, por orden alfabético, José Ángel Gurría Treviño y Juan Carlos Romero Hicks.
1. La administración pública está gravemente deteriorada en el otorgamiento de los servicios fundamentales, desde la seguridad, hasta el sector energía, base del desarrollo nacional. Para superar esas deficiencias se requiere un profesional con experiencia y con resultados exitosos en el desempeño de los cargos públicos ocupados en su trayectoria política. Debe tener la capacidad y confianza en sí mismo para integrar un gabinete con los arrestos suficientes para corregir tantos desaguisados cometidos en los últimos años y para distribuir y ejercer un presupuesto con prioridades claras y en forma transparente y honesta.
2. Tener autoridad moral. Esto es, que en su vida pública y privada no haya el más mínimo señalamiento de deshonestidad, irresponsabilidad o negligencia. México clama por un dignatario, esto es una “persona que ocupa un cargo o puesto, autoridad, prestigio y honor”.
3. Calidad humana para hacer política. Esto implica sencillez, comportamiento confiable para reconciliar y alcanzar consensos. Es decir, capacidad para generar empatía con sus prójimos sin importar su condición o militancia política.
Podríamos agregar varias características más, pero me parece que ésas son las indispensables. Ojalá que quienes se han pronunciado hicieran un generoso acto de reconocimiento de sus limitaciones y desistieran de sus propósitos. A mi juicio, se reduciría a los dos mencionados como los que más se aproximan a ese perfil.
No soy partidario de las coaliciones. Las que conozco han sido efímeras y con fines muy específicos: Alemania, Chile, España, Israel, Italia. Al final, han fracasado, deteriorando aún más la ya de por sí deteriorada identidad de los partidos políticos, instituciones insustituibles en las democracias.
El próximo presidente debe tener las más amplias atribuciones para hacer su trabajo. Queda pendiente el asunto del método de selección. Me parece que lo más viable es integrar un consejo de diez notables mexicanos que realicen esa hazaña. Ésa es mi opinión como simple ciudadano.