La palabra “narcogobierno” no se pronuncia a la ligera. Es un concepto duro, incómodo, que incomoda a quienes prefieren maquillarlo con términos suaves como “crisis política”, “autoritarismo” o “régimen”. Pero en Venezuela, este eufemismo ya no alcanza para describir la realidad. Lo que existe ahí es un Estado capturado, infiltrado, operado y administrado por redes criminales que han convertido al país en un centro logístico del narcotráfico continental.
El narcoetaqdo venezolano no se desarrolló de un día para otro. Fue el resultado de concesiones silenciosas, permisividades calculadas y alianzas pactadas en lo oscurito entre altos mandos militares, operadores políticos y grupos armados que encontraron en la estructura estatal una plataforma perfecta para sus intereses. Hoy esa simbiosis es tan profunda que separar al crimen del poder sería como pedirle a un organismo que renuncie a uno de sus órganos vitales. El sistema se sostiene precisamente porque la corrupción ya no es una anomalía: es el modelo de gobierno.
La presencia del llamado “Cartel de los Soles”, integrado por miembros del ejército venezolano, no es una teoría conspirativa ni un invento de opositores. Diversas investigaciones internacionales —incluidos expedientes judiciales en Estados Unidos y Europa— han documentado cómo oficiales de alto rango facilitan, protegen y coordinan rutas de droga que atraviesan Venezuela rumbo al Caribe, Centroamérica y Estados Unidos.
Este fenómeno no es un mero desliz institucional. Es la muestra más contundente de cómo el aparato militar del país dejó de servir a los ciudadanos para ponerse al servicio de un negocio que genera miles de millones de dólares al año.
Quien controla las armas controla el territorio. Y en Venezuela, quienes controlan las armas hace tiempo que dejaron de obedecer la Constitución.
Cuando el Estado falla, la economía se convierte en sobrevivencia. Cuando el Estado colapsa, la economía se criminaliza. En Venezuela, la hiperinflación, la escasez, el desabasto y la destrucción de la industria nacional crearon un terreno fértil para que el narcotráfico se insertara como sustituto del mercado legítimo.
No solo se trafica droga: se trafica gasolina, alimentos, medicinas, divisas, permisos, influencias, libertades. La frontera entre la economía informal y la criminalidad desapareció. Y en medio de esa confusión deliberada, el Estado —o lo que queda de él— funciona como un árbitro corrupto que permite o prohíbe según la conveniencia del día.
Las zonas fronterizas, particularmente las colindantes con Colombia, se han convertido en espacios controlados por una mezcla explosiva: guerrilla colombiana, bandas locales, colectivos armados y fuerzas militares venezolanas que operan con autonomía y coordinación cuando conviene.
El Estado venezolano ya no ejerce soberanía plena sobre su propio territorio. Lo administra por delegación criminal. Y eso significa que millones de ciudadanos viven sin ley, sin justicia y sin seguridad, sometidos a la autoridad más violenta o mejor armada del momento.
Quizá lo más doloroso no es la existencia del narcogobierno, sino su normalización. La sociedad internacional continúa actuando como si en Venezuela hubiese un conflicto político tradicional, como si bastara con “diálogo”, “negociación” o “acuerdos electorales”. Pero ¿cómo se negocia con un régimen cuyo poder real no reside en votos, sino en redes criminales?
El error ha sido tratar al régimen de Nicolás Maduro como un actor político cuando en realidad opera como una organización criminal que usa la estructura del Estado como escudo y como herramienta. Mientras no se nombre lo que es, las soluciones siempre serán insuficientes.
Los venezolanos están atrapados entre dos silencios: el de su propio gobierno, que les ha arrebatado derechos básicos, y el de una comunidad internacional que se limita a condenas tibias y comunicados diplomáticos.
Mientras tanto, millones migran, miles arriesgan la vida, y otros tantos sobreviven dentro del país en condiciones indignas. La resistencia civil ha sido admirable, pero ¿cómo enfrentar un régimen que no tiene incentivos para ceder porque su supervivencia depende, literalmente, del negocio criminal?
Llamar a las cosas por su nombre no es un acto de hostilidad; es un acto de responsabilidad. Venezuela vive bajo un narcogobierno y ese reconocimiento es el primer paso para articular una salida real.
La reconstrucción futura del país —porque llegará, tarde o temprano— requerirá limpiar no solo las instituciones, sino el alma completa de una nación que ha sido sometida, saqueada y traicionada por quienes juraron defenderla.
Venezuela no necesita un cambio de gobierno: necesita recuperar el Estado que le fue arrebatado. Comentarios: draclaudiaviveroslorenzo@gmail.com
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