Opinión

Groenlandia: el último capricho del imperio

Por Claudia Viveros Lorenzo

Donald Trump no es un personaje que pase desapercibido


Donald Trump no es un personaje que pase desapercibido. A lo largo de su carrera política y empresarial ha demostrado que lo suyo no es precisamente el pensamiento diplomático o la conciencia ambiental. Pero cuando, en 2019, declaró abiertamente su interés por “comprar” Groenlandia —como si aún viviéramos en la época colonial donde los territorios se negociaban entre potencias como bienes raíces—, quedó al descubierto una ambición más profunda y peligrosa: la obsesión de los poderosos por poseer y explotar cada rincón virgen del planeta, sin importar el costo ambiental, político o ético.

No es hielo lo que quiere Trump, es lo que hay debajo. Para el exmandatario estadounidense, Groenlandia no es un pedazo de tierra helada con escasa población y paisajes impresionantes. Es una mina abierta de recursos naturales: petróleo, gas, tierras raras y minerales que podrían alimentar la maquinaria industrial durante décadas. Todo esto, claro, potenciado por el deshielo acelerado que, irónicamente, es producto del mismo modelo económico extractivista que él y otros líderes como él se niegan a cuestionar.

Detrás de la idea de comprar Groenlandia no hay una intención filantrópica ni geopolítica benigna. Hay una visión de mundo donde todo tiene precio. Incluso la naturaleza. Especialmente la naturaleza. Muchos pensaron que su propuesta era una provocación o una ocurrencia más de su repertorio populista. Pero no. Trump habló en serio. Intentó hacer una oferta formal a Dinamarca, que respondió con una negativa categórica y con un dejo de incredulidad. Pero la intención ya estaba sobre la mesa: apropiarse de uno de los pocos territorios aún relativamente vírgenes del planeta, y convertirlo en otra pieza del ajedrez económico global. Y es que para líderes como él, el calentamiento global no es una alarma, sino una oportunidad. A medida que el Ártico se derrite, se abren nuevas rutas marítimas, se vuelven accesibles reservas naturales antes bloqueadas por el hielo, y se acelera la carrera por explotar lo que queda.

La indiferencia climática de los poderosos. La obsesión por Groenlandia revela un patrón común entre las élites globales: el desprecio total por las advertencias de la comunidad científica y la banalización del colapso ambiental como si fuera solo un obstáculo técnico para sus negocios. Mientras millones de personas enfrentan sequías, huracanes devastadores y desplazamientos forzados por la crisis climática, los grandes tomadores de decisiones están más preocupados por asegurar concesiones, explotar minerales estratégicos o invertir en futuros energéticos que siguen atados al carbono.

Trump, con su negacionismo climático descarado, representa la cara más cruda de esta mentalidad. Pero no está solo. Lo acompañan políticos, empresarios y hasta gobiernos enteros que ven el planeta como un stock de recursos, y no como un hogar compartido.

¿Y los pueblos originarios? Invisibles, como siempre. Lo que nunca se menciona en estos planes grandilocuentes de adquisición territorial es la existencia de comunidades indígenas que han habitado Groenlandia por siglos. Su cultura, sus derechos y su relación respetuosa con la tierra quedan completamente fuera de la ecuación. Para Trump y sus similares, los

habitantes son una nota al pie, un obstáculo que se puede reubicar, ignorar o neutralizar con promesas económicas. Pero los pueblos originarios no quieren convertirse en empleados del imperio ni ver su tierra convertida en plataforma extractiva.

Cuando el planeta es negocio, todos perdemos. El interés de Trump por Groenlandia no es un chiste ni una anécdota extravagante. Es un síntoma de una enfermedad más profunda: la lógica capitalista extrema que prioriza la propiedad sobre la preservación, la ganancia sobre la vida, el control sobre la cooperación. Y mientras los líderes sigan viendo al planeta como un trozo de pastel que se reparte entre los más poderosos, nosotros —la gente común, la naturaleza, las futuras generaciones— seguiremos pagando el precio de su codicia. Groenlandia no necesita un nuevo dueño. Necesita respeto, protección y un mundo que entienda que no todo puede ni debe ser comprado. Comentarios: draclaudiaviveroslorenzo@gmail.com

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