Basado en un hecho real.
Detrás del gran cortejo fúnebre que despedía al senador de la república, Oswaldo Ramírez Garza, perdido entre tanta gente de traje y lentes oscuros, el viejo Rómulo disimulaba el llanto debajo del sombrero de paja. Josefo, su hijo, lo sujetó del brazo. Tenía idea de que su padre había querido mucho a don Oswaldo, pero nunca a ese grado, jamás lo había visto llorar así.
–Híjole, se ve que quiso harto a mi padrino, ¿verda’ apá?
Don Rómulo asintió con la cabeza, el nudo de la garganta le impedía hablar.
–No me sorprende, siempre fue tan bueno, ya ve el trato y la ayudota que nos dio a mí y a mis hermanos con los estudios, si no fuera por él…
Don Rómulo miró a los ojos a Josefo. Tenía ganas de confesarle su gran secreto, pero la emoción lo doblegaba.
–Tranquilo apá, ya serénese…
Catorce años atrás, justo un 14 de febrero, Oswaldo y su esposa Verónica acudieron al “Cambalache”, su restaurante de carnes preferido, para festejar el aniversario de bodas.
–¿Sabes que estamos festejando nuestro aniversario de “Aluminio”, Oswaldo? –anunció Verónica dando un sorbo a su copa de vino.
–¿Qué? De veras que ustedes las mujeres se sacan cada cuento…
–Jaja, ni siquiera sé quién decidió darle el nombre a los aniversarios, pero el 10, es el de “Aluminio”.
–Bueno, será aluminio o lo que digas… pero yo, prefiero brindar por lo bien que nos está yendo, ¿no crees?
–Claro, después de haber sido Diputado, la Dirección General de Comunicación Social, será un gran reto… yo no entiendo a los políticos, ¿qué tienes que hacer tú, doctor en matemáticas, dirigiendo la comunicación del gobierno?
–Jajaja, -rió Oswaldo arrojando el humo de su inseparable cigarrillo.
–El gobernador me tiene mucha confianza y le gusta tenerme cerca, ¿qué quieres que te diga? Además, cuento con un gran equipo de expertos. Verás que no lo haremos mal.
Oswaldo meneó con el dedo los hielos de su “zambuca negro con moscas” y tras beberlo de un trago, se marcharon del lugar.
Al llegar a casa, a Verónica se le hizo muy extraño ver una luz encendida y la puerta trasera del jardín, abierta. Oswaldo llamó a la policía quien, por tratarse de un alto funcionario del Gobierno, llegó de inmediato. Y, en efecto, al entrar a la casa, sorprendieron infraganti a un solitario ratero.
–Jefe, ahí está la rata arrinconada a un lado de la alacena. Ya le dimos una muy buena madriza. Está dentro de su casa por lo que la ley está de su lado, así que si quiere, nos lo chingamos. Ya lo revisamos y no viene armado, pero podemos decir que opuso resistencia, le metemos de tiros y le colocamos uno de sus cuchillos en
la mano para incriminarlo, ¿qué dice? ¿Lo mandamos pal otro mundo?
–¿Comandante Ríos? ¿Verdad? –dijo Oswaldo leyendo su nombre en la placa del chaleco.
–Sí, señor, –se cuadró el policía.
–Mire, le agradezco la ayuda. Yo aquí tengo un arma y me gustaría arreglarlo a mi manera, ¿me entiende?
–El comandante sonrió gustoso.
–Ahora, por favor, retírense que ustedes aquí, ni vieron nada ni pasó nada, ¿estamos?
–Estamos jefe… ¡Mendoza! –gritó a su compañero–, ya escuchaste, retirada.
Verónica se acercó aterrada a Oswaldo.
–¿Por qué los dejas ir? ¿Nos vamos a quedar solos con el ratero? –Y mirando su pistola, prosiguió–, ¿qué piensas hacer Oswaldo? ¡Tú no eres así!
–Cálmate, cálmate… –respondió entrando en la cocina. Aunque traía la pistola lista para usarla, con toda parsimonia, cerró la puerta, jaló una silla cerca de la alacena, se sentó, tomó un cenicero y prendiendo un cigarrillo, dijo:
–¿Fumas?
Nadie respondió. Sin embargo, Oswaldo podía ver la pierna del ratero y percibir un fétido olor a sudor y tierra. El roído pantalón caqui, bailaba del pánico sobre unos tenis de tela rotos.
–¿Tienes nombre?
Nada de nuevo.
Pasaron unos minutos y Oswaldo llamó a su mujer: –¡Verónica!
Verónica entró muy despacio, muerta de miedo.
–¿Qué pasa Oswaldo?
–Hazme un favor. Calienta el guisado de medio día.
Verónica vio también el pantalón temblando y sin hacer más preguntas, metió el guiso al microondas y le entregó el plato a su esposo, para luego marcharse con rapidez. Oswaldo acercó el humeante caldo de las verdolagas a los pies del ratero.
–Come, te caerá bien. Además, mi vieja, así como la ves, jaja, cocina muy rico.
Al ver que no había respuesta, Oswaldo con mucha paciencia, se prendió un nuevo cigarrillo. Minutos después, el hombre asomó el rostro y con los ojos hinchados, las arrugas por todos lados, la boca apretada, el sudor y la sangre bañando el tono lívido de su piel café, miró brevemente a Oswaldo. Pensando en que quizá sería el último alimento que probaría en su vida, tembloroso, sujetó el plato y volviéndose a ocultar, lo devoró en unos cuantos minutos. Estaba a punto de regresarlo al piso cuando frente a él vio la inmensa figura de Oswaldo. Por instinto, con su callosa mano se tapó el rostro y el llanto se volvió un escándalo. Oswaldo lo sujetó de la mano y lo ayudó a incorporarse y, cual si fuera un niño regañado, lo condujo a la mesa y lo sentó cerca de él.
–Ten, come bolillo, dicen que es bueno pal susto… ¡yo ya me eché el mío! –se rió–, no creas que no me sacaste un pedote.
El ratero, desconcertado, ablandó un poco el rostro y dio unos mordiscos al pan.
–¿Me va a matar? –preguntó con voz apenas perceptible.
Nuevamente Oswaldo contestó mostrando su amable dentadura pintada de alquitrán –eso depende de ti. Si te pones al brinco, pues si te lleno de plomo… ora que sí me dices por las buenas que chingaos haces en mi casa, la cosa cambia.
–Tenía hambre… en casa llevamos tres días a frijoles… y pacabarla de amolar, Josefo se enfermó y pus no tenemos ni pa medicina.
–¿Qué tiene Josefo?
–Calenturas y le duele todo el cuerpo… quesque el mosco del zica le picó y ya van dos en el barrio que se petatean por eso.
–¿Y tú, cómo te llamas?
–Rómulo…
–¿Y qué sabes hacer? Digo, porque aparte de andarte metiendo en las casas a robar, supongo que tendrás un oficio, ¿no?
–Discúlpeme, señor… no quería… yo soy jardinero y sé de carpintería también.
–A ver, el zica anda por todos lados, lo que más recomiendan es el Paracetamol. Aquí te lo anoté. Dáselo a tu hijo, –dijo extendiéndole una servilleta en la que anotó la medicina–. Ten este billete, con esto te alcanza y hasta te sobra para llevarles algo de comer en tu casa.
–Gracias señor… –respondió con la cabeza gacha Rómulo.
–Oswaldo, me llamo Oswaldo… y eso sí, –le dijo enérgicamente–, mírame a los ojos… no me chingues, no me vuelvas a sacar un pedote así metiéndote a mi casa, ¿estamos?
–Sí, señor, se lo juro… –repitió con los ojos en lágrimas.
Como quien lleva a un hermano después de compartir la cena, Oswaldo condujo al ratero hacia la salida de la casa y al abrir la puerta, le dijo, –anda, vete. Espero que Josefo se mejore.
Rómulo camino unos cuantos pasos y se volvió:
–Tenga, don Oswaldo, –dijo vaciando de sus bolsillos algunas joyas que había alcanzado a sustraer de la casa.
Oswaldo las tomó y mientras le decía “cabrón…” arrugando sus ojos claros, le mostró de nuevo sus dientes de alquitrán.
–Mira, –le dijo Oswaldo a Verónica enseñándole las joyas–, hasta el pinche anillo que te iba a regalar de “bodas de aluminio” nos había chingado el tal Rómulo.
–Me cae que tú si están bien loco, –respondió Verónica.
Unos días después, Oswaldo tomaba el café cuando Verónica le gritó desde el portón principal:
–Oswaldo, aquí te hablan…
Al llegar a la puerta, Oswaldo se encontró con Rómulo cargando unas tijeras de jardín.
–¿Y ora, tú? –dijo en son de saludo…
Devolviendo la sonrisa, Rómulo contestó:
–Vengo a ver si no se le ofrece que le haga el jardín… y así, hasta me descuenta de lo que le debo.
–A chinga, chinga, ¿apoco sí? ¿Y ese chamaco que está ahí, quién es?
–¡Es el Josefo! ¡Ya se puso bueno con las medicinas que me dio! Es mi ayudante. –Ven hijo, acércate, mira, él es el patrón, el me ayudó la otra noche que…
Oswaldo lo interrumpió:
–A ver, Rómulo, eso a nadie le importa y a mí no me debes nada… ¡órale! si van a entrarle al jardín, pa luego es tarde. Véngase pa’ ca.
El funeral estaba a punto de concluir. El viejo Rómulo finalmente recordó que un par de años después del fatídico día, don Oswaldo se hacía padrino de Josefo y, hasta la fecha de su muerte, toda su familia habitó la casita del jardín de su residencia. Estaba muy agradecido con don Oswaldo por no revelar a nadie su penoso secreto… por haber cumplido su silenciosa promesa de llevárselo hasta la tumba. Todo había acabado y, ¿quién lo iba a decir?, ahora que su secreto estaba seguro, en su pecho, en su estómago, en su alma, pos nomás ya no cabía.
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