Opinión

El piñero

Por Alejandro Mier


¡Jajaja! ¡Imbéciles! ¡Todos son unos imbéciles! A ver ora sí, quién es más fregón, jajajaja... –vociferaba excitado Raúl Linares metiendo en sus bolsillos los fajos de billetes que extraía de la caja fuerte–. ¡Empresarillos subidos! Pero eso sí, se sentían muy inteligentes y ¡miren quién fue el ganón!

Estaba harto de todos ellos, malditos riquillos envaselinados y, a pesar de que la mayoría eran muy educados con él, cada que lo saludaban "hola Rulo", lo hervía una humillación irascible. Sentía como el que saluda a la sirvienta, como mujer de pedigrí que quiere presumir de buena gente porque hasta con la plebe platica.

¡Jajaja! ¡Estúpidos perfumados, hasta nunca! –apuntaló azotando la puerta de la caja fuerte para huir de inmediato de la oficina.

Al salir a la calle, la noche agonizaba. Caminó frente a una taquería y el aromático "trompo al pastor" lo detuvo. Por un instante su vida completa pasó ante sus ojos mientras se decía "pensar que ahora podría comprar hasta el restaurante entero si quisiera".

Desde muy corta edad, el hambre a Raúl se le notaba en los ojos. No en la mirada porque siempre hacía lo indecible por disimularlo, pero sus pómulos sobresalían como tobillos de caballo y encima de ellos, justo por debajo de los ojos, unas pinceladas de gris cenizo denotaban una rabiosa angustia.

Recordaba con añoranza el rancho del abuelo, un hombre muy respetado que se dedicó con gran éxito a la piña y con ello amasó una fortuna nada deleznable. Desde su niñez, no podía entender por qué su padre se había empantanado en una penosa clase media baja que apenas le alcanzaba para que la familia comiera y Raúl asistiera a una escuela de gobierno.

El problema venía cuando sus amigos estrenaban esos increíbles tenis "Nike" y él en su imaginación aseguraba que, si tan sólo una vez tuviera la posibilidad de montarse en un par, sería sin duda el goleador de la selección mexicana.

Cuando el abuelo falleció, a pesar del cariño que le tenía y de que lo admiraba por duplicado –por el éxito que había alcanzado y porque veía en él lo que su padre nunca lograría–, a Raúl le dio alegría su muerte. Ya se veía heredando la fortuna del rancho, aunque lo único que recibió fue una cadena con una pequeña piñita de oro colgando ya que el hermano mayor de su padre se peló con el dinero de toda la familia. Al poco tiempo, el hermano lo perdió todo, y por los malos manejos incluso enterró hasta el abolengo que el abuelo había forjado a base de trabajar la tierra con sus propias manos, desde muy niño hasta sus 82 años.

En unas vacaciones de verano en las que, como cada año, pasaba semanas solo mientras sus amigos gozaban de las playas del país, sus pies lo llevaron como ya era costumbre a la entrada de los nuevos cinemas. Le encantaba ir a ver qué películas exhibían, aunque no tuviera para el boleto de entrada. Estaba pasmado viendo el enorme cartel de Superman cuando una chica le preguntó:

–Disculpa, ¿sabes a qué hora empieza la función?

A Raúl le pareció extraño que alguien se dirigiera a él, de hecho, no recordaba otra ocasión anterior, sin embargo, respondió con prontitud, "sí, dentro de 15 minutos".

–¡Gracias! –Entonó la chica para después voltear a un auto y continuar–, ¡Papá! Ya va a empezar, dile a Jenny que baje y pasa al rato por nosotras... "Plissss".

Ni de lejos, Raúl imaginó que años más tarde se casaría con la joven que bajó del auto, ni siquiera tuvo ojos para las dos hermanas, sólo observó el hermoso auto del año y la categoría del papá, enfundado en lo que le pareció un elegantísimo traje azul marino con líneas en vertical de otro tono azul más tenue, que combinaban a la perfección con los asientos blancos de piel y el tablero en madera. Fue la imagen más fuerte que vio en su juventud y la grabó por siempre como el ícono de en lo que deseaba algún día convertirse.

A sus 24 años, Raúl se volvió a encontrar con la chica del cine, no la recordó, pero Jennifer de inmediato lo apantalló. Pensó que alguien que se llamaba así tendría que venir de familia de dinero, y le atinó.

Jenny, aún sin ser fea, era una jovencita un tanto insignificante, de cuerpo muy delgado, sin febriles carnes que lo hicieran arder hasta convertirlo en un Águila Real tan portentosa que conquistaría el mundo... únicamente para ponerlo a sus pies. Por eso le causó gran emoción que el chico de pómulos saltones la cortejara. Sus padres también se tragaron el cuento del abolengo y el abuelo piñero y los apoyaron con todo económicamente para que se casaran bien, y mientras Raúl "recuperaba el dinero que tenía invertido", hasta casa les pusieron.

Una mañana del primer mes de casados, Raúl salió como todos los días simulando que iba a ver algo de sus negocios. Al regresar, en cuanto entró en la casa, fue acariciado por el aroma de la comida. Una sensación muy extraña lo apresó mientras mil sentimientos le galopaban por el pecho.

–¿Ya llegaste flaquito? –aulló la chillona voz de Jenny.

Raúl no contestó, simplemente continuó caminando muy despacio hasta situarse justo en la puerta de la cocina y embelesado observó la escena con todo detenimiento: Jenny, de espaldas a él vestida con un delantal, cortaba unas zanahorias para completar la ensalada. La mesa, sencilla, con una jarra de agua de limón recién hecha, tortillas calientes, un plato de frijoles y junto al servilletero de madera decorado por la misma Jenny en forma de corazón con sus iniciales, una salsa molcajeteada.

–¿Qué haces ahí parado como si hubieras visto un fantasma? ¡Anda, siéntate que se te va a enfriar! –Jenny lo tomó del brazo y lo sentó en la cabecera de la mesa, ¡sí, en la cabecera! Y frente a una humeante sopa de pasta. Raúl quedó petrificado, era demasiado. Ese olor lo transportó en el tiempo a un adorado momento que hasta ese instante no figuraba en sus recuerdos: era su madre dándole de comer una sopita de letras mientras jugaba al avioncito con la cuchara y él retozaba feliz. Al darle el primer sorbo, la tibieza del sabor a pollo se le fue como catarata recorriendo torrencialmente todo su organismo hasta punzar directo en el corazón. No pudo contenerse más y fingiendo un ataque de tos, corrió al baño y lloró a raudales. Era tal el estruendo de su lamento que tenía que hacer un gran esfuerzo por contener los espasmos para que Jenny no lo fuera a escuchar y descubriera lo obvio: ese aroma a hogar, a amor, a vida,

tenía más de 20 años de no sentirlo, ya hasta lo había sepultado en un sórdido rincón de su mente. Por nada del mundo Jenny debería saberlo.

Pero el matrimonio no podía ser más disparejo de costumbres y educación por lo que pronto Jenny descubrió lo que era evidente, Raúl era un fracasado.

En cuanto se separaron, Raúl cayó en una grave depresión y el poco dinero que conseguía lo malgastaba emborrachándose. No veía salida alguna, su vida estaba acabada, con la carrera trunca en el primer semestre ni quien le creyera el cuento de que había estudiado Administración de Empresas y, por supuesto, nadie lo contrataría.

Cuando salía a la calle, siempre traía la cabeza gacha, le daba pena que los pocos conocidos que tenía lo reconocieran y preguntaran por Jenny. Incluso, al ir al supermercado, ya se había topado con dos o tres metiches, así que ideó un buen truco; iba haciendo su recorrido por los pasillos y echaba de todo en el carrito, comenzando por unas radiantes piñas, hasta ponerlo al tope dejando muy a la vista las botellas de vino más caras. Era como un bodegón, reflejo de lo que deseaba en la vida. De esta manera, si se encontraba a alguien, pues el carrito lleno le daba un poco del señorío que tanto añoraba, y ante cualquier pregunta, respondía "hoy me tocó a mí hacer las compras de la semana". Al llegar a la caja, abandonaba el carrito sustrayendo únicamente las dos o tres cosas que en realidad compraría.

Pero una tarde de colores pardos, su teléfono repiqueteó y le dio lo que supuso era una gran noticia, una Asociación de Empresarios le ofrecía trabajo. La paga no era mucha, sin embargo, le daba oportunidad de comenzar y codearse con empresarios que quizá pudieran brindarle mejores oportunidades. Así estuvo por 14 meses y lo único que logró fue cultivar un gran odio por "todos los fantochitos que llegaban en carrazos, con ropa de marca, equipados de electrónica hasta los dientes". Estaba al tope de todos ellos y de tener que continuar apretando el cinturón, ya que el pantalón talla 30 que consiguió para su boda, y que a la fecha seguía siendo el de lujo, cada vez le nadaba más.

En una ocasión, tras dejar un encargo del tesorero en su oficina, caminó por el pasillo principal a punto de retirarse, cuando oyó voces saliendo del despacho del director general. Hablaba precisamente con el tesorero y lo que escuchó le interesó sobre manera.

–Eugenio, –le decía al tesorero–, necesitamos hallar a alguien más de nuestra absoluta confianza en la Asociación. Tú y yo viajamos mucho y eso detiene los movimientos diarios de dinero. Los empresarios no nos lo perdonarán.

–Tienes toda la razón Joaquín, pero ¿quién podría ser tan confiable como para darle acceso a las cuentas y a la caja fuerte?

–¿Alguna vez pensaste en Raúl Linares? Lo considero un hombre muy discreto y honorable.

–Mmmm, suena muy bien. Rulo es leal a la Asociación y siempre nos ha mostrado un gran respeto. No es mala idea.

Para no ser descubierto, Raúl bajó de inmediato y a propósito marcó la extensión del director.

–Don Joaquín, me retiro, pero quería saber si no se le ofrece algo más, ya sabe que, para usted, lo que sea...

–Gracias Raúl, eres muy amable y, sobre todo, oportuno. Estoy con el tesorero y quisiéramos platicar contigo un momento, ¿te importaría subir a mi despacho?

–¿Conmigo? Vaya don Joaquín, en un segundo estoy con ustedes.

Después de externarle la confianza que le tenían, le ofrecieron formar parte de su equipo más cercano e incluso, de entrada, le dieron un pequeño incremento en su sueldo. Raúl salió feliz esa noche y no pasaron más de dos meses cuando en un viaje de los jefes fue que lo planeó todo. El director le había comentado que la caja fuerte contenía dos millones de pesos y que era muy probable que le telefonearan para que los entregara a uno de los Asociados, "pero recuerda Rulo", insistió el tesorero, "nadie en la Asociación debe enterarse por ningún motivo que tú también tienes acceso a la caja, causaría polémica, ya sabes..."

"Jajaja", se reía Raúl festejando su triunfo, claro que ese dinero nunca iba a llegar al perfumado asociado y esa misma noche decidió hurtarlo. Ahora, frente al "trompo de tacos al pastor" sentía que, por primera vez en su vida, tenía el mundo de rodillas ante sí.

Observaba como volaba la piña del trompo a su orden de “cinco con piña y salsa verde”, cuando dos sujetos lo capturaron por los brazos.

–No intente nada. Está detenido.

Lo subieron a una camioneta y propinándole un par de golpes, lo amenazaron:

–¿Dónde está el dinero? –Raúl, muerto de miedo y viéndose perdido, confesó–: ¡Aquí mismo, en mis bolsas!?

Los detectives tronaron tremenda carcajada, –mira nada más a este imbécil, ¿piensa que vamos a creer que 25 millones de pesos caben en los bolsillos de sus pantalones? ¡Jajaja!, –¿acaso crees que estamos jugando? –dijo mostrándole un bat de béisbol.

Raúl aterrado contestó: ¡No sé de qué me habla, lo juro! ¡En la caja sólo había dos millones! El mismo director, don Joaquín, puede decírselo...

–¿Ah sí?, ¿Y entonces me podrías decir por qué precisamente el señor Joaquín Valdepeñas, es el que interpuso la denuncia de los 25 millones de pesos robados de la caja fuerte de la Asociación? ¿Y de dónde sacaste la combinación de la caja fuerte?

–El director me la dio por si algo se ofrecía, soy de su círculo de confianza.

–¡Jajaja! –resonaron nuevamente las risas de los detectives–, ¡este tío sí que está bien chiflado! Un mequetrefe como tú, ¿gente de su confianza? Jaja, amigo, sigue mi consejo, vas a tener que inventarte un cuento más creíble.

Raúl quiso convencerlos, pero los detectives ya no lo dejaron ni hablar. Por la mañana, el abogado de la Asociación lo visitó en su celda.

–Se lo juro, licenciado, sólo eran 2 millones de pesos... –gemía Raúl.

–Mire señor Linares, esa historia es inverosímil, mas para su buena fortuna, a pesar de lo que hizo, goza de la estima del director y del tesorero... y le mandaron un mensaje con su servidor. Le piden que confiese el hurto por los 25 millones y ellos se encargarán de que salga pronto de aquí, de hecho, yo mismo seré su abogado...

–¡Pero es que yo no lo hice!

–¡No me interrumpa señor Linares! En caso contrario de que no acepte la privilegiada propuesta que le hacen, ambos se verán imposibilitados para ayudarlo, y como esos 2 millones de los que habla pertenecen no a una persona, sino a los más de cien empresarios que conforman la Asociación, pues usted sabe, son gente muy poderosa que seguramente querrán verlo refundido

pa´ los restos... Usted dice, señor Linares, la propuesta caduca en este mismo instante ¿la toma o la deja?

–De acuerdo, –respondió Raúl agachando la cabeza como tantas veces.

El abogado le dio un par de palmadas en el hombro mientras observaba con curiosidad la piñita de oro que colgaba de su cuello.

Por la noche, el director, el tesorero y el abogado, repartían los 23 millones restantes en partes iguales, hasta que el director objetó:

–¡Eje, eje!, a ver, cáiganse cada quién con su milloncito, ¿ya se les olvidó la apuesta que les hice de que Rulo caería redondito a la primera?

 

 

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