Opinión

Amor primero

Por Alejandro Mier


Honestamente el “Facebook” no era uno de mis pasatiempos preferidos, pero esta vez resultó inevitable ignorarlo, la invitación a la fiesta de mi generación de secundaria sonaba muy tentadora.

Encontrarme con Aida, mi novia de tercero… ¿cómo se vería seis años después? Y con tantos amigos, sería grandioso. Así es que me puse mi chamarra de cuero, me rocié de loción y salí, eso si muy nervioso, rumbo al restaurante donde nos citamos.

En cuanto bajé del auto vi pasar frente a mí a Aida, ¡en verdad lucía linda! Iba a gritarle cuando me percaté que Allan llegaba por la acera de enfrente y tan sólo verlo me paralizó las piernas y todo el cuerpo se me erizó, ¡cuántos recuerdos! Era demasiado, por lo que sería preferible tomar un respiro antes de enfrentarlos. Caminé unos pasos a un lugar un poco más oculto entre las sombras de la noche y encendí un cigarrillo.

Allan había sido, ni más ni menos, mi mejor amigo durante muchos años. Las aventuras de tardes lluviosas de bicicleta y fútbol eran inagotables. Allan estuvo en cada momento trascendental de mi vida. Conoció todos mis secretos, con excepción de uno, el más importante.

Compartíamos las tareas, nos pasábamos los exámenes, nos protegíamos uno al otro en las batallas campales en las que a veces se convertían los torneos de soccer y hasta había sido él mismo el que le dijo a Aida que me gustaba para ver si su respuesta arrojaba una luz de esperanza para poder hacerla mi novia.

Cada noche, después de jugar, llegábamos a su casa y Fátima, su mamá, nos esperaba con una suculenta merienda bien calientita. Era increíble la manera en que nos consentía, como dos verdaderos hermanos. Los motivos eran muchos, aparte de ser inseparables, Allan era hijo único y había perdido a su padre cuando íbamos en primer grado; en ese durísimo golpe yo jamás lo dejé solo, parecía su sombra, siempre allí. Durante el curso nuestras mamás también se hicieron más amigas y tomaban el café por las tardes. Por algún motivo, su amistad tan solo duró unos cuantos meses, pero de cualquier manera mi papá siguió frecuentándola sobre todo para ayudar en aquellas reparaciones caseras que requerían la mano de un hombre. Todo eso Fátima sabía agradecerlo muy bien con el trato que nos daba.

Una tarde, cuando la competencia de salto en patineta estaba en su mejor momento, llegaron Aida y sus amigas. Una de ellas, Karina, era una princesa y no le importaba que todo mundo, incluyendo a Aida, supiera que moría por mí. Debajo de un enorme roble, se protegieron de la llovizna que comenzaba a caer y sin necesidad de mencionar ni media palabra acabaron con nuestro juego porque en un santiamén ya estábamos todos alrededor de ellas con cara de bobos balbuceando incoherentes frases en busca de conquistar el más mínimo gesto de aprobación.

Aida notó que Karina me hacía unas insolentes invitaciones carnales con sus férvidas miradas, así es que me tomó de la mano y nos fuimos a un lugar en donde corriera menor riesgo. La lluvia seguía muy tenue y el sol nuevamente se filtraba por entre las cada vez más claras nubes hasta llegar a las ramas repletas de revoltosas golondrinas, pájaros petirrojos y gorriones. Un portentoso arcoíris coloreaba las alturas…. justo cuando nos besamos.

Pero que irónica es la vida… esos labios frescos y la temblorosa mano sobre mi espalda lo único que hicieron fue confirmarme que estaba perdiendo el tiempo con ella; mientras el infinito roce de nuestros labios agitaba la respiración de Aida, caí en la cuenta de que estaba completa, idiota, estúpidamente enamorado, pero de ¡Fátima!, la mamá de mi mejor amigo. Era impresionante que estando en esa calenturienta edad, hasta cuando mi propia novia me besaba, pensaba en ella. Ni hablar, al corazón no se le puede timar.

Fátima era mi verdadero amor, sin embargo, para conquistarla, había un ligero detalle, decir que me doblaba la edad quedaba corto… mas ello, no lo convertía en un imposible. Además, Fátima, detrás de sus infinitas pestañas me veía con tanta ternura. Al saludarme apretujaba mi cara con sus manitas, tan pequeñas y delicadas. Yo cerraba los ojos esperanzado en que me besara en la boca, pero tan solo lo hacía en mi mejilla y otras veces en la frente, que aunque me gustaba menos, me recompensaba recostando mi cara entre sus senos… ooohhh ¡sus senos!, que prodigio de la perfección. A pesar de que sólo conocía la pequeña parte de ellos que sobresalía de su blusa, juro que podía recomponer cada poro; la tibieza, su color miel salpicado de chispas de chocolate, y la suavidad y volumen del resto de ese glorioso y acojinado milagro.

Todo esto sucedió a finales del tercer grado de secundaria y por supuesto que cada mes que pasaba, mi boleta de calificaciones lo resentía librando una feroz cruzada entre el amor y el raciocinio… no hacía falta llamarse Aristóteles para saber quien ganaría. Y mi madre, claro que lo notó.

Papá era un tipazo. De esas personas que a todo mundo le simpatizan. Las fiestas parecían no funcionar si él no sacaba su guitarra o contaba su nuevo repertorio de chistes. A todos nos trataba de lo mejor, de sonrisa pronta, siempre atento en lo que pudiera ayudarte.

Cuando por la noche entró sigiloso a mi recámara, supe que algo sucedía, así era el viejo, experto en encontrar el mejor momento y las palabras exactas para hacerte sentir bien. Se sentó a mi lado y colocando su mano en la mía, me miró como queriendo escudriñar mis entrañas.

–Tu madre me pidió que hablara contigo, ¿lo sabes, verdad?

–Claro pa’, lo imagino.

–Créeme que llevo tres meses evitándola, pero no puedo más, las clases ya van a finalizar y el ritmo que traes te va a conducir directito a tronar el año. ¿Qué pasa hijo? Anda dime.

–No es nada, tranquilo.

Tras un profundo suspiro agregó:

–Ay mi chavito, mira, si se trata de algún pleito, tú sólo dime el nombre que yo me encargo. Nadie te va a poner una mano encima. Sobre mi cadáver. Pero, claro que no es eso… tampoco se trata del estudio, ¿acaso tu problema es de mujeres? Jajaja,¡claro que es una chica!

Asentí con la cabeza y bajé la mirada.

–¡Debí adivinarlo! Con tamaña barba no era para menos, jajaja. –Me dijo deleitado de su pésimo chiste y acariciando mis tres escasos, pero eso sí bien largos pelitos que se escurrían debajo del mentón–. Luego continuó: –…te comprendo muy bien. Mira, te daré un consejo, toma estos doscientos pesos, lleva a Aida al cine, ya sabes, un heladito, consentirla… verás que eso ayudará mucho a consumar tus planes. Confía en mí, hijo. Después, me dio un fuerte abrazo y salió radiante de la habitación. A mi también me dio mucha alegría saber que si bien no había arreglado mi problema, por lo menos yo sí el de él. Y es que mi problema, mi pequeño problema, era mucho más que eso.

La tarde siguiente di el peor partido de mi vida. Estuve totalmente desconcentrado hasta que Allan me dijo “ya mejor vámonos a casa”. En el camino, me abrazó y sentí un gran pesar de no poder contarle precisamente a él, mi mejor amigo, mi gran secreto.

Como siempre, antes de sentarnos a la mesa, la mamá de Allan nos pidió que nos laváramos las manos. Mentí que yo ya lo había hecho para poder observarla a placer sin que Allan se diera cuenta. Si hubiese que morir de tifoidea a cambio de ese deleite, podían contar conmigo. Fátima, mi Fátima, estaba recién bañada y su transparente bata de noche se apiadaba un poco más de mi de lo que lo hacían sus blusas.

¿Alguien en el mundo, a los 15 años, podía imaginar que existiera un aroma más delicioso que el de unos hot-cakes recién horneados? Pues así es. Cuando Fátima se aproximó a la mesa para convidarme una malteada de chocolate se inclinó, pegadita a mi hombro, y más que ver sus inconmensurables pechos, la ráfaga de esencias que destilaba su celestial ser me abofeteó dejándome incapacitado para decir ni siquiera “gracias”. Por si fuera poco, todavía me besó la frente mientras susurraba “listo, cariño”; esa velada fue toda una locura, un festín de dioses.

Mas al rato, para nuestra sorpresa, Fátima se apareció vestida como reina. Iluminaba de mil colores la casa al caminar, y nos dio dos boletos para el cine ya que ella tenía una cena.

La película estuvo del nabo por lo que nos salimos antes de que terminara y fuimos a pasar un rato al parque de la colonia. Ya cuando íbamos de vuelta a casa, al cruzar la calle, clarito vi pasar el auto de papá y aunque Allan hizo por llamar mi atención ¿acaso intentando distraerme? Vi que Fátima iba con él. Entonces pensé comprenderlo todo: las cada vez más continuas visitas de papá a su casa, lo bien que se llevaban y hasta el día que los descubrí abrazados en la cocina y que –sin necesidad de que yo preguntará nada– me explicó que fue porque el papá de Allan cumplía años de fallecido y por ello la consolaba; por cierto, también me sugirió no decirle nada a mamá para no mortificarla. El semáforo se puso en rojo. Ambos se reían como dos viejos amigos, incluso al arrancarse, se me figuró ver a Fátima besando la mejilla de papá.

¿Cómo podía haber sido tan ingenuo? ¿Cuánto tiempo lo tuve frente a mí y no lo vi? ¡Claro! ¡Después de Allan, papá era la persona que mejor conocía en el mundo a Fátima y seguro sabría aconsejarme para conquistarla! Podía confiar en mi viejo y contarle mi gran secreto. Me sentí feliz y corrí a casa para esperar a que regresara.

Al entrar, mamá me gritó desde su recámara que no cerrara la puerta de adentro con llave ya que papá había ido a una de sus cada vez más frecuentes cenas de trabajo y llegaría tarde… ¿de trabajo? bueno, eso fue lo que me dijo y la verdad no le di importancia. Lo único que quería era llegar a mi cama y esperar a papá. Pero el amor tan intenso también agota, así es que muy pronto me quedé profundamente dormido, profundamente enamorado.

 

La noche de mi fiesta de generación, al terminar de fumar mi cigarrillo, crucé la calle rumbo al restaurante y entonces Allan me miró por un instante fugaz a través del cristal y, como en aquella ocasión en que vimos a papá y Fátima, pasar en el auto tan pegaditos, agachó la cabeza con el mismo aire de tristeza que tan intrigado me había dejado siempre. Al parecer, Allan también guardaba un secreto, quizá mucho más profundo que el mío. Algo que la inocencia de mi amor primero, jamás pudo ni siquiera imaginar.