Opinión

El golpe

Por Alejandro Mier

Andares


Aprovechando que mi esposa y mis hijos se habían retirado a descansar, salí al jardín de la casa. Era domingo, cerca de las diez de la noche y un somnoliento puerto jarocho pernoctaba mientras la grácil brisa se entretenía meciendo las olas del mar. Encendí un cigarro Marlboro rojo y dejé que el primer fogonazo me llegara hasta los tobillos, como decía mi papá cada que me veía dándole el golpe. El cigarro se fue consumiendo; el humo volaba hacia el cielo para jalarle las patas a mis musas e invitarlas a pasear por allí.

Así, de pronto, me vi caminando por el callejón que conecta la casa de la Centinela en el Distrito Federal, con el Retorno Uno. Tras la ventana de Zoyla, la dentista, su ducha salpicaba notas de la rola del momento. Era “Piro” de Ritmo Peligroso cantando un concierto grabado en vivo en Rockotitlán: “Es un Marielito de Puerto Mariel / que vive en un barco y no sabe inglés / llévalo a la corte no vaya a fingir / pregúntale todo, le gusta mentir. / Es un Marielito de Puerto Mariel / que vive en un barco y no habla inglés / viene de lejos se quiere quedar / él quiere ser bueno mas no puede ya”.

Mi cabello lacio castaño, rebotaba de un lado a otro al compás del trote de ese verano de mis catorce años. Vestía tenis Puma, mezclilla bien ajustada y un suéter de rayas multicolores cuyas aguadas mangas había que arremangarse debido a sus incalculables puestas. Era el preferido de Ramón, uno de mis hermanos mayores, así es que casi siempre lo traía puesto y en caso de que le diera descanso, otro de mis carnales, Gerardo el “multitallas” (podía quedarle a la perfección cualquier prenda de vestir de cualquiera de las tallas que desfilaban por los seis hermanos), lo confiscaba de inmediato. Esta vez, para mi fortuna, el suéter multicolor era todo mío. Continué mi andar acompañado como siempre de mi inseparable amigo el Faraón, hermosísimo halcón Harris cuyo fino y rapaz vuelo desgarraba el aire.

En el Retorno Uno, mejor conocido como “las yardas”, nos juntábamos, ya que algunos cuates de un par de generaciones anteriores a la nuestra, habían pintado un magnífico campo de fútbol americano. Y ahí estaba ya mi banda dándole al “tochito”.

–¿Qué onda Ale? ¿Entras por mí? Ya estoy cansado, –me dijo un sudoroso “Bux”.

–No, paso. Dale tú, yo desde aquí los veo –respondí sentándome en la banqueta–.

Acto seguido, el Faraón se aventó un vuelo en picada para terminar reposando sobre mi rodilla.

La mañana había estado un tanto fresca y eso le daba un ritmo interesante al partido; sin embargo, cuando Pancho, en su realidad individual –nunca veía la colectiva, sólo la propia– corrió por la banda pensando que se llevaría a todo el equipo contrario para anotar, claro que eso era lo último que pasaría. Todos los presentes conocíamos el triste y doloroso futuro de Pancho, pero callamos. Al pasar a mi lado con sus características zancadas dando brincos dispares y colgando sus largos brazos como chango, sin la menor gracia y carente de cualquier estilo, estuve a punto de advertirle: “no seas imbécil”; pero me pareció más divertido hacerlo instantes después que ya hubiera caído en la trampa, y es que Edgar, mejor conocido como Gar, merodeaba la zona, y con pasos laterales, ocultándose detrás de sus compañeros y haciendo gala de paciencia, calculaba el momento preciso para brincarle encima.

Pancho era mucho más fornido que Gar, pero su realidad individual tampoco lo dejaba valorar eso y sacarle ventaja, así es que aún iba saltando como chango y bufando cual toro de lidia cuando Gar, siguiendo al pie de la letra el grado de inclinación de cintura aconsejado por su

coach de Pumitas, clavó su hombro y brazo derecho en las costillas bajas de Pancho para incrustarlo por completo en el lugar en el que todos sabíamos que reposaría su osamenta: los espinosos arbustos de la casa del viejo Lecumberri. Pancho se incorporó como pudo lleno de raspones y hasta la playera perforada por dos gruesas ramas del “Trueno”. Fingiendo no oír las risas y sin siquiera quejarse del sin fin de gotitas rojas que brotaban de su piel, gritó con todo su orgullo: ¡Primero y diez!

–Lo dicho –murmuré volteando a ver a Daniela que se acababa de sentar a mi lado–, éste es toda una bestia.

–Sin duda alguna –contestó muy convencida a pesar de que tenía poco tiempo de habernos conocido.

Daniela era vecina nuestra, vivía por mi casa, muy cerca de la de Neto, mi mejor amigo.

Después de meterle duro a las bicis Cross y a los patines, aquellos todavía de fierro que con una llave ajustabas a los tenis, íbamos a la tienda de Guille por unas Manzanitas Sol, Pascuales Boing y Sangrías Señorial y ahí, más o menos como a las seis de la tarde, aparecía Daniela. Vestía como nosotros, andaba siempre con una bici de carreras Windsor de diez velocidades y su cabello remataba con una dorada cola que zigzagueaba por su espalda hasta llegar casi a la cintura.

Bajaba, decía “hola”, compraba algún mandado y adiós, se marchaba así nada más, mientras Neto me imploraba que la detuviera: “dile algo, wey, por favor, esa niña me encanta”.

Sí, Daniela era linda, excelente amiga y con poderes sobrenaturales de “quarterback”, ¡lanzaba el ovoide más fuerte que todos los de la banda! Por eso, cuando vio que Pancho corrió por la banda con su trote de orangután, Daniela prefirió agachar la cabeza. Después, levantó su pantalón de mezclilla para sustraer de la calceta una cajetilla suave de Marlboro Rojos. El pobre paquete estaba hecho taco y los cigarrillos medios apachurrados, pero eso no fue ningún impedimento para que estirara su brazo y me ofreciera uno. En mi mente, el hemisferio izquierdo sermoneaba: “no, no lo aceptes, dile que tú no fumas. Sólo eso, las gracias y ya está, anda, ¡hazlo! No dudes, no tiene ningún caso. El cigarro es malo. Sólo tienes 14 años. ¿Y si te gusta? ¿Y si te envicias? Tus papás te van a matar. Nadie de tus amigos fuma aún, ni Neto, ni Coco, ni Octavio, ni siquiera el Bux o el Chapul... ¡Daniela es la única! Ya, dale las gracias...” –¡A callar! –respondió el hemisferio derecho aceptando el pitillo–. Daniela me acercó el cerillo y mientras lo encendía, miré como su boca se convertía en la trompa de un titánico pez para succionar toda esa masa de humo blanco, que discreta, con suma cadencia, transformaba su figura intentando estirar los dedos al sol.

Al principio me mareó un poco, pero fue un vaivén agradable. El Faraón me miraba un tanto extrañado y decidió emprender el vuelo para ver el partido desde lo alto de Lecumberri. Quizá notó esa conexión mágica que hubo entre el cigarro y yo, cuando le di el primer golpe.

Más tarde, al levantarme para despedirme de Daniela, Pancho otra vez venía bufando por la lateral y Gar ya preparaba el hombro. Nadie dudaba que tuviera las nalgas rosas, como los mandriles, la pregunta era si venía de nacimiento o era a causa de las tercas caídas.

–Vámonos Faraón –grité dando marcha a casa–. Al pasar por el callejón, los últimos jugadores de canicas del campo estelar de nuestra casa, también ya se retiraban a comer.

Al entrar a casa me invadió por completo el delicioso olor a mole rojo.

–¿Quién entró? –gritó mamá.

–Ale, –respondí.

–Ay, hijito, qué bueno que llegaste. Ven, córrele, cómprame otro kilo de tortillas que no van a alcanzar–, decía mientras llegaba a ella. Esculcó su monedero y al acercarse para darme las monedas, me miró con extrañeza: –¡Hueles a puro cigarro, Alejandro!?

A lo que contesté con toda naturalidad:?–Sí, es cierto, este suéter de Ramón, apesta horrible. Me lo voy a cambiar.?

–Ah –murmuró mamá–, bueno, vuélale por las tortillas que ya no tarda en llegar tu papá.

1 cajetilla de cigarros multiplicada por 20, igual a 20 cigarrillos. 20 por 7 días de la semana igual a 140; más 2 cajetillas adicionales entre las fiestas de viernes y sábado: 180 cigarros a la semana. 52 semanas al año, suman 9,360. Por 20 años consecutivos.

Eso quiere decir que el cigarro que hoy estoy apagando, el último, según el consejo por fin escuchado de mi hemisferio izquierdo, es el número 187,200.

El humo rebasó la barda del jardín y al abrazarse de la brisa nocturnal del puerto jarocho, fue perdiendo su blancura.

 

 

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