Opinión

Los jueces

Por Juan José Rodríguez Prats

Es un error, creo yo, señalar como un mal la politización de la justicia o la judicialización de la política


Hace casi 40 años el Instituto de Investigaciones Jurídicas publicó mi primer libro, La política del derecho en la crisis del sistema mexicano (perdón por la autorreferencia). La idea central consistía en precisar cuáles son los alcances de las leyes en la promoción del cambio para que las sociedades organizadas puedan generar el bien común y las personas desarrollen en plenitud su potencial. Cumplir los ordenamientos emanados de los órganos institucionales es un factor condicionante para que funcione el otorgamiento de los servicios públicos. Sin esa elemental tarea, todo lo demás fracasa.

Sigo en lo mismo. Es un error, creo yo, señalar como un mal la politización de la justicia o la judicialización de la política como si ambas disciplinas fueran incompatibles y no inherentes y complementarias. Lo perjudicial es la partidización del aparato estatal en el desempeño de sus funciones, cuando hay una distorsión facciosa, ocasionando la polarización y pulverización de la participación ciudadana y, por lo tanto, el resquebrajamiento de la democracia.

Siempre me ha apasionado mi profesión. Estudié derecho para hacer política y acerté. Dos juristas paisanos míos nutrieron mi incipiente vocación: Joaquín Demetrio Casasús (porfirista relevante) y Carlos A. Madrazo (rebelde contumaz).

Cito al primero:

El abogado es un sacerdote a quien corresponde, en cumplir los combates encarnizados que libran en la vida los intereses humanos en pugna, una misión de paz y de concordia. Él es el defensor de los hogares, cuando la maldad humana los persigue: él es quien fortifica los lazos del amor que mantienen la unión de la familia, cuando es para ella una amenaza la depravación de las costumbres.

Madrazo Becerra nos habla del amplio ámbito de lo jurídico:

El derecho está a la vez en el campo, al lado del labriego, imponiéndole respeto al predio colindante, y en la aldea, regulando el servicio de las aguas comunales, y en la ciudad, rigiendo la policía y el comercio; va con el obrero al taller y a la fábrica para defender su salario y sujetarlo al trabajo pactado; le sigue a la asamblea donde, a su amparo, protesta contra las crueldades de la actual economía (…) se sienta en el banquillo del tribunal, y con el reo ingresa a la penitenciaría…

Continúa mi paisano destacando lo inefable de las leyes.

¿Los estatutos son ideales? ¿No es acaso una obviedad monumental cifrar en su acatamiento la solución inicial de nuestros reclamos? Pues creo que sí, precisamente por su sencillez es la respuesta y la historia lo sustenta. En esa proeza, el papel de los jueces es imprescindible. Como bien lo define su etimología, son los que indican y deciden qué es el derecho.

El sello de nuestro tiempo es la falta de certeza. La farsa montada para desechar a quienes no están dispuestos a la sumisión y la obediencia es un oprobio y una infamia. La destrucción de la carrera judicial lesiona derechos humanos e interrumpe un largo proceso de dedicación y estudio con nefastas consecuencias para la sociedad en su conjunto.

Manuel Gómez Morin sostenía que hace más daño un bien hipócrita que el mal en sí mismo. Es más que evidente la secuela de acciones perversas para demoler instituciones.

Autócratas en el mundo de hoy sostienen que puede haber una democracia iliberal, afirman que se debe instrumentar una soberanía popular sin restricciones. Esto es que los códigos pueden ser manipulados por quienes presumen el apoyo del pueblo. La voluntad popular sin orden es anarquía o deviene en dictadura. El profesionalismo y calidad personal de los jueces son de prioritaria necesidad.

El sufrimiento que propicia la injusticia es la mayor desvergüenza del gobernante. Su falta de honor para cumplir su juramento al asumir el cargo es un estigma imborrable en el veredicto de la historia. Aún es tiempo para evitarlo. Es un deber.

//Azteca Partners