Cada vez es más difícil, en los tiempos brumosos que vivimos, deslindar lo bueno y lo dañino; lo que la ley dice y lo que no. Padecemos una ambigüedad existencial, el sí, pero no, el limbo moral, el no saber a qué atenerse.
La reforma al Poder Judicial es inviable. Insistir en culminarla tendría consecuencias desastrosas en lo jurídico, lo político, lo económico y lo ético. Francamente, salvo por obediencia ciega, no percibo el motivo para no cancelarla. Lo que se ha venido haciendo me recuerda un libro de Rafael Ruiz Harrell, Exaltación de ineptitudes.
Debido a un lenguaje jurídico impreciso, se manipula y se enreda para confundir y distorsionar su contenido. Los “brujos del derecho” dan las más descabelladas interpretaciones. Los principios de los derechos humanos y la división de Poderes son preeminentes. Punto.
En el viejo PRI, había un dicho que es pertinente repetir: “El sistema político se orienta por dos reglas muy sencillas. Uno, el Presidente manda; dos, en caso de duda, remítase a la número uno. Los titulares del Poder Ejecutivo ejercieron ese supremo poder con responsabilidad y oficio político; el “modito” funcionó.
Hace un siglo (julio de 1923) José Ortega y Gasset escribió en el primer número de la revista Occidente: “¡Claridad, claridad, demandan ante todo los tiempos que vienen! El viejo cariz de la existencia va siendo arrumbado vertiginosamente y adopta el presente, nueva faz y entrañas nuevas. Hay en el aire occidental disueltas emociones de viaje: la alegría de partir, el temblor de la peripecia, la ilusión de llegar y el miedo de perderse”.
Cotidianamente hay declaraciones contradictorias. Por un lado, el apotegma de Juárez: “Nada por la fuerza; todo por la razón y el derecho.” Por el otro, “La Suprema Corte de Justicia es intrascendente”, “Se intenta un golpe de Estado desde el Poder Judicial” y se instrumenta la denominada batalla infame (lawfare) para castigar al disidente. La demagogia se desborda. Nuestra presidente proclama en un mitin: “Sólo el pueblo puede limpiar la corrupción del Poder Judicial” (no se ría, lo expresó de manera contundente).
Nuestra Constitución está muy lejos de ser un buen texto, se le han incorporado ocurrencias que riñen con la elemental ciencia jurídica. Por cuidar las apariencias y las posturas ideológicas, propicia precisamente lo que debería evitar. El marco legal del sector energía es jabonoso, indefinido.
Se aceptan las medidas adoptadas para atraer inversión privada, pero se le da predominancia a las empresas del Estado para que lastimosamente subsistan. Los particulares difícilmente asumirán riesgos y las finanzas públicas se van a agotar en el enésimo intento de rescatar un evidente fracaso.
La política exterior perdió todo su prestigio. Su incongruencia raya en el ridículo. Se resucita el concepto de soberanía, concebido por el pensamiento absolutista en el siglo XVI y XVII (Bodin, Hobbes). Se llega a tal abuso del concepto que se ha degradado al nivel de una entelequia: “Que nadie se atreva a violar la soberanía de México”. Los primeros en brindar por tan feroz amenaza son los cárteles en las distintas regiones del país que mantienen bajo su control.
Anhelo un discurso más diáfano y veraz; más cordial y conciliador. Todos los días nos sacuden las malas noticias mundiales, nacionales y locales. Merecemos una tregua. La mayor responsabilidad recae en la pieza más importante de nuestro régimen político presidencial, pero no se ven señales de liderazgo auténtico y el discurso es más hueco que nunca. Me recuerda la definición de bullanguero de Juan Rico y Amat: “Azogado político que siempre está en marcada compulsión (…) Inquieto y confuso frecuentemente, son más precipitados sus movimientos y visajes cuando se prepara algún cambio atmosférico…”.