Nuestro problema más serio es la carencia de una clase política profesional. El mundo y México aún más están enfangados en la antipolítica. Desde hace algunos lustros hay una anemia espiritual en la vida pública. La frivolidad para etiquetar Izquierdas y derechas han polarizado las contiendas y las posibilidades de entendimiento se estrechan cada vez más.
Desde nuestro arranque como nación independiente hemos vivido obsesionados con reinventarnos. Una administración pública desastrosa la hizo ineficaz. Vasco de Quiroga nos dio un buen ejemplo de desarrollo de las comunidades y Bartolomé de las Casas sigue siendo el más notable defensor de los indígenas. No hubo intención de abrazar esa tradición e institucionalizarla.
José María Luis Mora y Lucas Alamán fijaron la agenda ideológica: liberales y conservadores. Mariano Otero insistió en la necesidad del acuerdo en lo fundamental. La República restaurada (1867-1876) conforma una incipiente transición hacia un Estado de derecho. El porfiriato fue congruente, gobernó de acuerdo con su lema: orden y progreso. Justo Sierra y José Ives Limantour le dieron sustento doctrinario.
La Revolución mexicana logró su consolidación con un sistema acertadamente definido como de partido hegemónico y de exacerbado presidencialismo. Se reconocía su falta de legitimidad. Cada sexenio impulsó cambios, hasta que se agotaron sus paradigmas para ejercer el poder. Con la alternancia de partidos se hizo la mitad de la tarea, terminar lo que ya no funcionaba. Faltó cómo reemplazarlo.
La ausencia de una deliberación seria, responsable y comprometida en nuestras asambleas parlamentarias para conformar una cultura democrática fue palpable. Las reformas se atoraron, había que propiciar el fracaso de los gobiernos. La política perdió su sentido (tendencia y fines) de servicio y de preeminencia de principios. A mi juicio, no retornó el viejo PRI (el gobierno de Peña Nieto fue una incrustación de frivolidad y corrupción) y lo que se autodenominó presumidamente Cuarta Transformación ha sido una burda y contundente maniobra para concentrar y continuar en el poder.
Si algo bueno nos puede dar el año que concluye es la percepción realista de la magnitud de nuestra crisis. Y si algo bueno nos puede dar el que inicia es detener la decadencia en la que estamos inmersos.
No requerimos nuevos partidos, tampoco ocurrencias, sino más República, Constitución respetable y respetada y democracia eficaz. Se dice fácil, pero implica una tarea de pedagogía cívica con ideas claras y de buena argumentación. Los más destacados pensadores de nuestro tiempo insisten en fortalecer la racionalidad de la convivencia social. Es un asunto global. En todas las naciones se oyen crujir los mecanismos del ejercicio del poder. Las tecnologías, el dinero y el delito imponen su desiderátum.
Desentrañemos lecciones del pasado. En el año 509 antes de nuestra era, Tarquino el soberbio, último rey de Roma, fue destronado debido a sus brutales abusos del poder. Se instaló la República. Ahí se fortalece la división de Poderes con un Senado protagónico; se conciben leyes en las que ya se distingue un derecho público y uno privado; se exige la rendición de cuentas y se fincan responsabilidades; se prevén situaciones de emergencia y se establece la periodicidad en los cargos públicos. Hay un ejemplo de buen liderazgo: Cincinato, quien no se ofusca con las tentaciones mundanas.
El último toque de lo que debe ser una constitución lo da el artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789: derechos humanos y división de Poderes, así como coordinación para su buen desempeño. En nuestros tiempos, República y Constitución han recibido los mayores atropellos en nuestra historia. La democracia no va a la zaga. Ésa es nuestra agenda. En eso consiste darle sentido a la política.