Las ocasiones son fugaces, decían los griegos; las oportunidades son calvas, decían los romanos. Ciertamente, una vez que pasan es imposible detenerlas; momentos que, o son aprovechados y se avanza, o solamente sembraron una esperanza efímera que, al desvanecerse, provocan una desmoralización colectiva. Nuestra historia da cuenta sobrada de ello.
En 1824, nuestra Constitución nos definía como una nación que “adopta para su gobierno la forma de República representativa, popular federal”. Evidentemente no fuimos eso. ¿Era una mentira o un ideal por alcanzar? Servando Teresa de Mier advirtió nuestro exacerbado optimismo en un texto que acertadamente se conoce como el Discurso de las profecías. Guadalupe Victoria, nuestro primer presidente, gobernó con grandes dificultades el periodo para el que fue electo.
En 1828 contendieron Vicente Guerrero y Manuel Gómez Pedraza. El primero fue derrotado a pesar de tener el apoyo popular. Al segundo lo respaldaba la clase gobernante en un método de elección indirecta. Se cometió fraude electoral. Nuestro héroe de la Independencia no pudo gobernar y fue asesinado después de un sumario juicio para guardar las apariencias. Ahí inicia un periodo de gran anarquía.
El 15 de julio de 1867, Benito Juárez entra triunfante a la Ciudad de México y nuevamente se intenta realizar el proyecto político ahora definido como democrática en lugar de popular. Arrancaba, después de derrotar a los invasores, la segunda República, denominada restaurada. Hay testimonios que prueban que en 1871 hubo fraude electoral. Con todo, ese periodo concluyó en 1876 con el triunfo de Porfirio Díaz. Comienza la dictadura.
En 1908, Francisco I. Madero repetía en su libro La sucesión presidencial nuestra añeja propuesta de contener el poder con el fortalecimiento de su división. Durante su breve y agitado gobierno, reiteradamente advirtió que, de fracasar, se cumpliría la sentencia de que el pueblo de México no era “apto para la democracia”. Gobernó 15 meses. El Congreso no le brindó su apoyo. Con su asesinato se generó una revolución que abandona los motivos del prócer para ser sustituidos por demandas sociales. Nuevamente no se confió en la participación ciudadana.
En el Constituyente de 1917 no se modificó nuestra definición de gobierno. Sin embargo, el sistema político engendrado, con un presidencialismo exacerbado y un partido hegemónico, estaba distante del texto legal. Durante varias décadas se reconoció esta ausencia de legitimidad y, con lentitud y bajo presión, cada gobierno impulsaba reformas para cerrar la brecha entre la ley y la terca realidad. Un momento relevante se dio en 1977. Jesús Reyes Heroles asumió magistralmente la tarea haciendo cambios consensuados y responsables para cumplir con el propósito original.
Recientemente, en uno de los escasos destellos de sensatez en el debate parlamentario, el senador Manlio Fabio Beltrones citó a Octavio Paz, quien denominó aquel periodo del Estado mexicano como el “ogro filantrópico”: autoritario, pero bien que mal permitía el avance. Tan es así, que por fin en 1997 no había en el Congreso una mayoría que pudiera por sí sola modificar nuestra ley fundamental y en 2000 se dio por fin la alternancia de partidos en la Presidencia de la República.
En 1986, otro de nuestros connotados ideólogos, Carlos Castillo Peraza, en un ensayo que tituló El ogro antropófago, escribe: “Perdida sobre todo en tiempos de crisis económica o política su posible faceta filantrópica, el ogro se muestra como lo que es: un ser voraz que no duda en triturar hombres, una criatura antropófaga”.
Ésa es nuestra circunstancia. Ni somos una República ni es representativa ni es democrática ni es federal. Dicho descarnadamente, la transición se dio del ogro filantrópico al ogro antropófago. Como se dice en el PAN: es brega de eternidad.