Opinión

El poder de la palabra

Por Juan José Rodríguez Prats

El problema que México no acierta a resolve es un problema de naturaleza principalmente espiritual. Martín Luis Guzmán (La querella de México)


En 2006, Andrés Manuel López Obrador pensó retirarse de la política. En un discurso al cual nunca dio lectura, señaló: “Quise ser como Juárez, como Madero, como el general Cárdenas, y no pude o no quiso la gente. Voy a luchar toda mi vida por mis ideales, pero ya no volveré a ser candidato a nada; me retiro como dirigente político. Y va a ser para mí un motivo de orgullo el poder decir a mis adversarios ¿ya ven?, no voy a ser Presidente”.

Desgraciadamente para él y para nosotros, los mexicanos, no siguió ese rumbo, sino que perseveró y llegó al pináculo del Estado mexicano. Ni remotamente lo inspiraron en su gestión los personajes aludidos. También ha escrito: “Si lo hice bien o no, la historia lo dirá”. Sin embargo, al paso del tiempo cada vez será más difícil encontrar argumentos para defenderlo. Van a aflorar muchos señalamientos irrefutables. No creo que su conciencia se lo reclame, pero de haberse retirado en 2006, se le recordaría como un luchador social demócrata que dedicó su vida a servir a los demás. El destino lo condujo a realizar su obsesión con un alto precio: recibir un veredicto condenatorio de su desempeño. Bien escribe Nietzsche: “El infierno es descubrir la verdad demasiado tarde”.

Hablemos del futuro con una advertencia inicial. Pertenezco a una generación en extinción. Milité orgullosamente en dos partidos: el PRI, concebido como un mecanismo de transición, que siempre reconoció un déficit de legitimidad (por ello impulsó cambios para arribar al diseño de Estado contenido en nuestra Carta Magna), y el PAN, surgido desde la ciudadanía con una clara definición personalista y con planteamientos de la doctrina social cristiana; un partido de vanguardia desde su origen.

En otras palabras, soy un prianista con una cultura política sincrética, una mezcla de corrientes del pensamiento de nuestra historia.

Con esa mentalidad, manifiesto que Claudia Sheinbaum Pardo perdió una gran oportunidad de mandar un mensaje solidario a sus gobernados para generar confianza y credibilidad; para posicionar un liderazgo del que tan urgidos estamos en estos tiempos aciagos.

 

Considero a tres mujeres como prototipos de buenas gobernantes: Golda Meir, Margaret Thatcher y Angela Merkel. Jamás se cobijaron en un discurso feminista. Las dos últimas, científicas como nuestra Presidenta, transmitieron certidumbre en la conducción de sus naciones.

En el primer discurso de Sheinbaum, escuché lugares comunes, conceptos vagos, datos inciertos, ataques innecesarios en medio de un griterío soez que no recuerdo ni en los esplendores del viejo PRI. Estamos incurriendo en el más primitivo culto a la personalidad, ahora representado por las selfies, obtenidas en el tumulto, con algarabía y servilismo. Me asustan expresiones como “cualquiera que diga que hay autoritarismo miente”, expresión totalmente contraria al supuesto humanismo mexicano.

Nuestra mandataria manifiesta una preocupante creencia cuando habla de que incorporando derechos sociales a la Constitución se tornan irreversibles. ¿Por qué entonces no consignar el derecho a la felicidad?

Por antonomasia, la palabra es instrumento de categoría espiritual. Con ella, que siempre perdura, se siembran valores y se mueven voluntades. Hace mucho tiempo no escucho un discurso memorable, que cimbre conciencias, que se arraigue en nuestro ánimo.

Tuve la esperanza de escuchar algo trascendente, que le quitara al pueblo sus miedos y sus incertidumbres. No fue así. No obstante, quiero seguir creyendo, convencido de conceder el beneficio de la duda.

Por lo pronto, se me viene a la memoria el consejo del filósofo estoico Ario Dídimo a la esposa del emperador Augusto: “No anheles, te lo suplico, la gloria más depravada, la de parecer la más desventurada (…) con nada se le hace mayor desplante al destino que con un espíritu ecuánime”.