Sería menos difícil constituir la democracia si los políticos nos hiciéramos dos cuestionamientos. Primero, al aspirar a un cargo, interrogarnos si es uno el idóneo, si se tienen los méritos, atributos y capacidades para desempeñarlo. Segundo, estando en el puesto, preguntarse si la permanencia o el intento de continuar en él resulta más dañino que benéfico para la comunidad.
Se ha sostenido que el poder no cambia a las personas, sino que, al ocupar una posición relevante, aflora la verdadera personalidad. Sin embargo, hay quienes sostienen que el poder sí ejerce una cierta condicionante y entonces se cambia para bien o para mal. Es decir, el poder detona vicios y virtudes. Creo que ambas opiniones son acertadas. Se debe poseer cierta fortaleza de carácter, sustentada en convicciones y deberes para no caer en las tentaciones inherentes al cargo. Sin esta condición, paulatinamente, casi en forma imperceptible, el gobernante va transformando su personalidad, cometiendo el peor pecado capital: la soberbia.
Desde los primeros textos en la historia de la humanidad, aparecen reflexiones sobre los abusos de quienes ejercen el mando y la forma de evitarlo o castigarlo.
En tiempos recientes han proliferado muchos estudios sobre el populismo, gobernantes que tienen a la ley como principal enemiga. Son irresponsables y no tienen conciencia de las consecuencias de sus decisiones con tal de preservar sus privilegios. Me parece que siempre los ha habido y los seguirá habiendo. Son parte de la condición humana.
En contraste, el acucioso analista político Raudel Ávila, en un reciente artículo, citaba al pensador Hans Magnus Enzensberger, quien habla sobre los héroes de la retirada, aquellos que, en condiciones adversas, le dieron prioridad al cumplimiento de sus obligaciones frente a la posibilidad de ser defenestrados, ejemplo de ello son Adolfo Suárez y Mijaíl Gorbachov. Hoy tenemos a Joe Biden, a mi juicio, un buen presidente, pero que, en el afán de reelegirse, pone en alto riesgo no tan sólo a su país, sino también al resto del mundo.
En el otro extremo están los que llamo villanos obcecados. Aquellos que, engolosinados con su posición y sin importar los sufrimientos de sus gobernados, se aferran a la conservación de sus prebendas. América Latina es, para su infortunio, prolífica en estos casos. A tal grado que nuestros literatos han obtenido varios premios relatando sus desmanes.
Ahora el peligro se cierne sobre nuestro país. Hay que decirlo, nuestra cacareada transición hacia la democracia ha fracasado. Lo importante es evitar mayores males. No hay personas indispensables o imprescindibles. Lo mismo en los gobiernos que en los partidos. Lo urgente es, sin darle muchas vueltas, mantener el Estado de derecho, por muy precario que parezca y por muy endebles que sean sus instituciones. Hacia ese objetivo deben encaminarse los consensos.
Algunas reflexiones ajenas y muy pertinentes. Gandhi: nuestra verdadera fortaleza es tener conciencia de nuestras limitaciones. José Vasconcelos: los hombres se clasifican en constructores y destructores. Tony Blair: los partidos son abiertos o cerrados. Es obsoleto ubicarlos como de izquierda o de derecha.
Antonio Caso decía que no se destruye lo que no se reemplaza. Ahí está el problema de la 4T. Se está desmantelando el sistema político que inició con la Constitución de 1917 y que se fue decantando en el transcurso del siglo XX. Nada ha funcionado para suplantarlo.
Se habla de reinventar instituciones, algo absurdo. La política no es un asunto de imaginación, sino de memoria. Hay que quitarle lo complicado a lo que de por sí es complejo. Pongamos nuestra prioridad en lo elemental. Sujetarse a la normatividad vigente. No tiene caso ordenar, en lo más respetable que tenemos, acciones de imposible cumplimiento.
Termino con Shakespeare: “No debemos hacer un espantapájaros con la ley”.