Asumo cuatro postulados:
1. Nuestra maltrecha República transitó de un hegemónico partido de Estado a un Estado de partidos (concepto utilizado por Max Weber hace más de un siglo).
2. Nuestros partidos padecen una grave crisis ante el dilema de cuidar su identidad o ser competitivos.
3. Los partidos son imprescindibles en las democracias.
4. Si el problema sustancial de nuestra decadencia está en las falencias y carencias de toda índole de nuestros partidos, ahí también tienen que estar, mediante su mejor desempeño, las posibilidades de disminuir los riesgos del derrumbe de nuestro Estado de derecho.
Un gran jurista español, Manuel García-Pelayo, escribió: “El Estado democrático ha de configurarse como un Estado de partidos (…) para proporcionarle tanto los correspondientes programas de acción política como las personas destinadas a ser titulares o portadores de los afanes políticos”. Complementa la idea con una cita de Gustav Radbruch: “…sin cuya mediación la masa amorfa del pueblo no estaría en condiciones de dar vida a los órganos del poder estatal”.
Los partidos son producto de la sociedad y, por lo tanto, reflejan su cultura. Pretender un deslinde de ciudadanía e instituciones que organicen su participación me parece un grave error. Considero una manifiesta incongruencia y un prejuicio dañino ostentar como un mérito el no pertenecer a una agrupación y a su vez descalificar a quienes sí militamos en esa categoría de asociaciones. Los estudiosos de las causas por las cuales las democracias fenecen han señalado el divorcio de ciudadanía y partidos como una de las más recurrentes.
Hace más de un siglo surgieron dos teorías. Robert Michels (1876-1987) denominó a la primera “Ley de hierro de la oligarquía”, según la cual toda organización política corre el riesgo de caer en manos de un pequeño grupo de personas. Por esos mismos años, Vilfredo Pareto (1848-1923) y Gaetano Mosca (1858-1941) acuñaron el término clase política: “…en todo organismo político hay siempre una elite que está por encima de la jerarquía de toda la clase política y que dirige lo que se llama el timón del Estado”.
Perdón por tanta digresión. La bibliografía es inagotable en torno a esos temas, pero es menester tener en cuenta estos conceptos para esclarecer la situación en la que hoy nos encontramos.
Percibo que en este siglo ha disminuido el debate económico, dado el avance de las propuestas en la materia que descarta el retorno del Estado empresario o de la planificación central. La globalización se ha vuelto irreversible. Atraer inversiones es el objetivo relevante de los gobiernos en los cinco continentes. Lo que persiste es qué decisiones tomar en torno al sistema político de representación. En otras palabras: democracia liberal o autocracia.
Agrego un principio más, formulado por el vizconde Bolingbroke, Henry Saint-John, Bolingbroke en 1749: “Un partido degenera en facción cuando el interés nacional deviene un objetivo secundario o subordinado y la causa (…) se apoya más en el beneficio de partido o facción que en el de la nación”.
Para cerrar, otra cita más de Adenauer: “Los partidos políticos tienen que construirse desde la profundidad si quieren durar. Deben basarse en valores imperecederos”.
Con este bagaje teórico debemos analizar la situación que hoy vive nuestro atribulado México. No se ve una buena operación política, una atadura entre lo que se quiere y cómo lograrlo. Hablar de una elección primaria abierta para enfrentar al partido en el poder es una quimera.
En la obsesión de evitar el mal mayor, los partidos olvidan sus ordenamientos internos y sus dirigentes hacen compromisos ante el desconcierto de sus correligionarios. Afloran ambiciones y se hacen a un lado escrúpulos esenciales. La idea de que el fin justifica los medios nos está llevando a la “hemiplejia moral”, como dijera Ortega y Gasset. Vale la pena darse una tregua para cotejar principios y realidades.